Si hay un paraíso en este mundo
Miguel Guevara
‘Si hay un paraíso en este mundo entonces es Colombia’ fue la premisa con la que un proyecto de migración en Japón buscaba atraer a ciudadanos para establecer colonias agrícolas en el país en la década de 1920. En ese entonces Japón “atravesaba serios problemas económicos y su plan de colonias agrícolas en América le servía para aliviar a sus finanzas y también a su gente”.1
Aquí figura Yuzo Takeshima, que en un encuentro fortuito en la Escuela de Idiomas Extranjeros de Tokio con la ‘María’ de Jorge Isaacs, se apasiona por los paisajes allí descritos de la región del Valle del Cauca. Gracias al trabajo y a la pasión de Takeshima por querer descubrir estos paisajes, se idea este eslogan y las primeras colonias agrícolas japonesas se instalan en el departamento del Valle.
Una tierra fértil, con una gran diversidad de cultivos que se fueron relegando a lo largo del tiempo para dar paso al cultivo por excelencia de la región, la caña de azúcar, que extraña pero consecuentemente inicia su historia a partir de la venta por parte del padre de Jorge Isaacs, George Henry, a Santiago Martín Éder de la Haciendo La Manuelita, conformando así el primer ingenio azucarero de Colombia.
El proyecto Si hay un paraíso en este mundo es un recuento histórico, en animación tradicional, del -mono-cultivo de la caña de azúcar en la región del Valle del Cauca, desde una mirada social, medioambiental, y hasta paisajística partiendo de las investigaciones de Germán Ayala-Osorio sobre la historia del cultivo de la caña de la región, y de archivos del patrimonio fílmico y fotográfico del Valle, como también de archivos audiovisuales anónimos. Una región donde el crecimiento económico se ha dado de la mano de la agroindustria de la caña, y sin embargo donde se han invisibilizado los efectos de esta sobre otras comunidades, como lo fueron los campesinos e indígenas desplazados a partir del boom de la caña de los 60s -tras la revolución cubana y los bloqueos a ese país que concentraba una de las mayores exportaciones de azúcar especialmente a los Estados Unios-, que hacía necesaria más tierra productiva para este fin. O la precariedad en que históricamente debieron trabajar los corteros, encargados de la cosecha del cultivo, en las plantaciones o los efectos sobre las madreviejas (un tipo de humedales que han ido desapareciendo) y las alteraciones a otros ecosistemas circundantes o los impactos a la salud de trabajadores y comunidades aledañas en tiempos de quemas del cultivo.
Son problemas que se esconden detrás de la identidad territorial, porque a todas estas, el Valle empieza por ser caña y salsa, y la salsa consagra a la caña también, y ya no se habla más de caña sino se elogia. La posibilidad del cuestionamiento se opaca por la cotidianidad, y es importante poner estos temas sobre la mesa y construir a partir del reconocimiento de la historia, pues los casos registrados últimamente sobre ataques de comunidades indígenas a trabajadores y cultivos, en un intento por reclamar la tierra por fuera de la ley, hacen de este un problema vigente que se remonta atrás en el tiempo. O lo mismo, un problema histórico que repercute en la actualidad, haciendo urgente que como sociedad empecemos al menos a cuestionarnos al respecto, a reconocer esas taras históricas que han desembocado en los conflictos recientes, pero también en las carencias en los demás campos de influencia del cultivo, como en lo social y lo medioambiental.