Alfonso Suárez
Mompox, Colombia (1952)
En 1987, hace exactamente tres décadas, Alfonso Suárez iniciaba un performance que no ha terminado aún y que esporádicamente realiza, siendo invitado a diferentes festivales y espacios culturales por la mítica representación con la que obtuvo reconocimiento por su compleja y experimental producción. A pesar de los treinta años cumplidos de ese punto de inflexión conseguido, su trabajo sigue siendo observado de manera referencial y apenas superficial como una pieza performática que rompía de forma tardía con una tradición en la historia de unas distinciones más bien convencionales a lo largo de los certámenes de arte nacional. Visitas y apariciones marcó un hito en el arte colombiano, y en uno de sus principales puntos de evaluación: el Salón Nacional de Artistas. Para cuando la obra de Alfonso Suárez fue premiada en el certamen, nunca se había distinguido un trabajo de una complejidad que comprendiera la fotografía, la instalación y el trabajo con el cuerpo en una forma que las abarcara todas. Su antecedente más cercano podía ser Una cosa es una cosa de María Teresa Hincapié, presentado en 1990 en el Salón Nacional y ganadora del premio de ese año. Pero la distancia entre ambas piezas era igual a la que podría existir entre dos pinturas de dos autores distintos. Hincapié era autobiográfica e introspectiva, procesual en su economía de elementos, y casi de forma exclusiva interesada en el cuerpo, todas ellas características contrarias a la obra de Suárez, quien buscaba una referencia de reconocimiento general y que causara reacciones en un público incauto, con una obra cada vez más barroca, y un trabajo en el cual el cuerpo se integraba a la concepción de registro y a la composición de la fotografía, al espacio y a los objetos con que interactuaba. Si Una cosa es otra cosa de María Teresa Hincapié se ha convertido en el confeso referente de gran parte del performance en Colombia, Visitas y apariciones es la otra gran rama de la genealogía de la producción artística del cuerpo en el país.
La obra se centra en la figura del santo y médico venezolano José Gregorio Hernández (1864-1919), un personaje que ha sido vinculado a los rituales religiosos populares por considerársele hacedor de milagros a enfermos que recobran la salud luego de oraciones en su devoción, y de testimonios de sus sobrenaturales visitas y apariciones a los convalecientes. Aunque el doctor José Gregorio no ha conseguido la calidad de santidad que bajo su potestad la Iglesia Católica le otorga a personajes con excepcionales poderes milagrosos, su capacidad de santo-médico lo hace un ineludible vehículo de superstición que intercede desde un plano espiritual para la recuperación de una condición grave, y muy especialmente de carácter terminal. Su culto -más bien de extracción popular- se extiende ante la necesidad de la cura frente a la enfermedad, donde curiosamente sus efectos provenientes de ese plano espiritual son descritos y denominados como “intervenciones”, “cirugías” y “operaciones”. A numerosos “operados” por el doctor José Gregorio les desaparecen tumores, quistes, y se les extirpan milagrosamente las raíces de sus dolencias.
Esta necesidad por aferrarse a su presencia milagrosa ha devenido en la emergencia de una iconografía con la que pueda ser fácilmente identificable, y que toma como punto de partida algunas de sus escasas fotografías a lo largo de su breve vida. A raíz de ellas, todo un mercado popular en torno al santo lo ha convertido en un reconocible ícono pop protagonista de estampas, afiches y pequeñas figuras tridimensionales que lo retratan en un vestido negro de paño, corbata y chaleco, un sombrero de fieltro negro y un particular y espeso mostacho. Con un pie adelantado siempre un paso al frente del otro, la iconografía del doctor José Gregorio parece hasta inspirarse en los dioses egipcios en su emblemática idea del paso entre las dos dimensiones de la vida y la muerte.
En un país de mayoritaria presencia católica, los artistas que han osado reinterpretar la iconografía religiosa son mas bien escasos, y a principios de los ochenta, casi inexistentes. En Antioquia, Juan Camilo Uribe accedía a estampas, afiches y todo elemento de la imaginería cristiana que pudiera con humor e irreverencia convertir en collage, y en el Caribe y de manera semejante, Suárez iniciaba la serie Visiones (1987), donde intervenía el espacio público retratos familiares rodeados de ángeles que lo flanqueaban y hasta se le yuxtaponían. Como preámbulo a la complejidad de Visitas y apariciones, Visiones se presentaba como una serie de proyecciones en diapositivas de sus intervenciones callejeras amenizadas con tangos, milongas y música popular que remitía a sus lejanos parientes ya difuntos. En esta evocación lírica de la muerte, el artista integraba un autorretrato suyo a manera de augurio del fin de su existencia, pero además trazando un árbol genealógico que terminaba en él, como heredero de una serie de rasgos físicos a la vez que tradiciones y creencias. Esta proyección de imágenes consecutivas producía una suerte de animación primitiva que acentuaba el revoloteo azaroso y torpe de los ángeles sobre los retratos en blanco y negro de la familia de Suárez, la cual parecía protegida bajo la guardia celestial que la rodeaba. Al conocer esta serie, el cineasta Luis Ernesto Arocha detectó en el autorretrato del artista la presencia del doctor José Gregorio Hernández, lo cual alarmó en principio a Suárez, para luego sembrarle la duda de un posible trabajo que se desprendería de Visiones [1]. Es entonces la conexión con la iconografía que ya trabajaba Suárez, en comunión con la idea de mimesis, las que le encarecen para iniciar una nueva indagación sobre la religión y las tradiciones, pero además sobre estas ideas de encuentros místicos que desde el título de Visiones ya se entreveían.
Este punto de partida en su producción debe ser contrastado con los procesos formativos que el Caribe colombiano le proveía a Suárez –sin olvidar su proveniencia y niñez en el devoto pueblo rivereño de Mompox-. El ambiente de vanguardia de los círculos artísticos barranquilleros a finales de los años setentas va a suplirle con réditos su ausencia a la Escuela de Bellas Artes de Barranquilla, e incluso, posiblemente en esa distancia de la academia radique la puesta en crisis con nociones del arte que parecían inconcebibles aun en Colombia.
Suárez había servido de modelo para la serie de Martirios de San Sebastián que Álvaro Barrios realizó a finales de los setenta e inicios de los ochenta, y también en algunos trabajos de Eduardo Hernández y performancias de Álvaro Herazo. Al decir “modelo” no solamente se debe señalar su presencia como referente anatómico, sino la forma en que su cuerpo moldeaba y asumía el papel de otro. Así que un antecedente que anticipaba la interpretación del doctor José Gregorio fue la de asumir otro papel sacro – San Sebastián- en la cual se estrechaban vínculos entre el cuerpo, la iconografía y la fotografía. Y si en Barrios la fotografía operaba como obra, Álvaro Herazo -un personaje fundamental para la consolidación de nuevas prácticas artísticas y que lastimosamente su corta vida y producción han hecho pasar desapercibido en la revisiones del arte conceptual-, debe ser considerado como un pivote crucial no solo para la producción de Suárez, sino de todos los pupilos suyos en la Escuela de Bellas Artes de Barranquilla, así como aquellos miembros del Grupo 44. La formación de Herazo en el ámbito del teatro cartagenero fue capital para la asimilación de la práctica del cuerpo como medio, consolidada a través de su producción en una serie de performances realizados durante la década de los ochentas hasta su temprana muerte a los 46 años en 1988, trabajos de los cuales queda una pobre documentación fotográfica, pero al fin, documentación que da cuenta del interés por registrar su trabajo y asumir las acciones pasajeras como prácticas artísticas. Igual cosa puede decirse de Eduardo Hernández, quien con su mítico performance La letra con sangre entra presentada para el Salón Atenas de 1979 dejó sembrada la inquietud sobre la imponencia de un grupo de artistas de la costa que proponían trabajos cada vez más dados a la acción y lo efímero, y a la reflexión política como esencia de su trabajo: a través de un registro fotográfico se mostraba el proceso en que Hernández extraía su propia sangre y con ella transcribía con letra infantil la frase “La letra con sangre entra” en un extenso papel acuarela.
No cabe duda que el vínculo entre estas figuras, las más conspicuas de las artes en la Costa Atlántica permitió la gestación de un grupo de discusión y creación en Barranquilla que ha sido reconocido bajo el nombre Grupo 44, en el cual se reunían jóvenes debutantes de las artes como Rosa Navarro, Antonio Inginio Caro, Delfina Bernal y el mismo Suárez, uno de los pocos de este grupo que no había pasado por las aulas de la Escuela de Bellas Artes de Barranquilla, sino que había tenido su iniciación como participante en los trabajos de quienes consideraría sus maestros. Estas experiencias anteceden al primer trabajo presentado por Suárez en 1982, Autoterapia, donde el protagonismo de su acción frente a una pizarra y su presencia en uniforme militar aludían a un trabajo de crítica a las instituciones de control, y a la regularización esquemática del pensamiento individual.
En 1987, cuando Alfonso Suárez descubrió a través de sus retratos en Visiones la semejanza física que lo unía al doctor José Gregorio, inició una serie de acciones sorpresivas en las cuales aparecía en hospitales y con su presencia anacrónica y misteriosa desaparecía en cuanto era visto por alguna persona que en su extraña presencia reconocía al santo-médico. Estas primeras acciones, realizadas sin registro a finales de los ochenta, fueron ejercicios iniciáticos que indagaban en la búsqueda de reacciones frente a un público incauto, lo cual vendría a concluir en una particular descontextulización de las fronteras del arte y una extraña franja que de una parte parecía desarrollarse dentro del trabajo con el performance, mientras que del otro era recibida por algunos espectadores como una manifestación milagrosa, propia de la religiosidad más devota. Así empezó procesualmente a surgir Visitas y apariciones.
Como Eduardo Hernández señalaba en torno a la fotografía, la consciencia de estar realizando una acción efímera dio paso a que la fotografía ocupara el lugar de registro de las intervenciones realizadas, y por ende, se convertía en medio de exhibición de la obra, una dualidad que proponía en este momento un género relativamente nuevo en Colombia. Por otro lado, la consciencia de la cualidad temporal de la obra, opuesta a las formas tradicionales que las galerías de arte y los museos patrocinaban y albergaban, eran evidencia de que sus trabajos no solo pretendían una nueva conducta artística sino una afrenta a los circuitos hegemónicos del arte:
“Esta era una actitud deliberada –nada ingenua y muy documentada- que compartíamos una generación de artistas. (…) Barranquilla tiene además una tradición de innovación y de apertura, las propuestas innovadoras tenían acogida y además contábamos con el apoyo de los medios locales. Nos interesaba indagar en diferentes soportes y su relación con los contenidos, transformar el concepto de unidad de estilo e investigar otras formas de unidad a partir de las afinidades conceptuales y los intereses comunes. Buscábamos ampliar la extensión significante de la palabra “arte” a partir de cuestionar la tradición.” [2]
Pero para Suárez, la consciencia de la fotografía como elemento estrechamente ligado al cuerpo y la memoria había sido ya motivo de reflexión. Una fotografía antigua del álbum familiar muestra a su madre, Yolanda Ciodaro de Filippo y una amiga posando como recién casadas, una vestida de mujer y la otra de hombre. Aunque se trataba simplemente de una ficción construida y divertimento, el artista ve en ella la idea del rol, del disfraz y de la necesidad de registro de una acción como una serie de referentes al performance que escapan a su actual catalogación por haberse enunciado desde un contexto ajeno al artístico, pero más que eso, porque Colombia no tendría un ambiente artístico que tuviera consciencia del cuerpo como medio artístico dentro de las artes visuales sino hasta la generación del mismo Suárez, más de medio siglo después del retrato de su madre. Las fotografías de Visiones y apariciones, en las cuales la extraña y anacrónica presencia del doctor José Gregorio Hernández se asoman para ser vislumbradas por el espectador parecen tener una condición semejante: enunciarse como vestigios religiosos, y presentar a un hombre cuya presencia remite más a la devoción que a la reflexión sobre la fotografía como lugar donde se ejerce la composición como medio de creación. Entonces la fotografía se asume como un compromiso conceptual, como medio de movilización de experiencias que reflexionan frente al tema del culto y la iconografía, frente a la más fervorosa devoción con que la sociedad latinoamericana define y entrega sus certezas al terreno de lo místico. A este asunto debe sumarse la semejanza de Suárez con el médico venezolano, reflexión que como dice el historiador Álvaro Medina convierte la obra en “una presentación más que una representación […] porque el parecido físico que logra Suárez en esta especie de retrato móvil crea una interrelación en la que aparición real y aparición imaginaria se confunden, haciendo saltar la chispa de la gran obra, conectada una vez más a lo sentido y vivido por el común de las gentes” [3].
La aparición y desaparición pública de Suárez en diferentes lugares esta mediada y condicionada por el conocimiento del público a esta iconografía del doctor José Gregorio, y a la recepción y reacción frente a su presencia. En algún momento él describió sus abruptas y sorpresivas acciones fantasmales como un “caos” donde la gente duda de sus propios sentidos o se los cuestiona[4], acudiendo a la razón para comprobar lo irracional: la presencia divina de un personaje mítico que aparece y desaparece. Entonces la obra solo funciona desde la base de un conocimiento anticipado de la efigie del santo, puesto que ajeno a ese conocimiento Suárez no deja de ser más que un hombre extraño, de actuar raro y de presencia anormal. ¿Es entonces una obra no apta para ateos, agnósticos, y descreídos o para desconocedores de las formas iconográficas religiosa y populares? Es ante esta condición que obedecían otros elementos de la obra original: la presencia física de figuritas religiosas para disponer en altares con la efigie del médico, estampas, y más interesante aun, los olores y cortinas de humo del incienso y palosanto que daban a los desconocedores de la imagen de José Gregorio Hernández un ambiente de reminiscencias a las iglesias, o a los rituales populares. Así, la presencia mística del personaje quedaba inevitablemente asociada por los sentidos que eran engañados en ese halo de humores aromáticos.
La serie fotográfica de Visitas y apariciones, que Suárez concibió como registro de la obra, está llamada a convertirse en la obra definitiva con el paso del tiempo. Sin proponérselo así, Suárez ha convertido su propia imagen en la reliquia de su propia presencia, y por tanto se convertirá en algún punto en su propio vestigio y en su imagen de culto correspondiente en el mundo del arte. Es parte del juego justamente planteado por los artistas del cuerpo concebir el arte como una circunstancia temporal, por lo cual la fotografía está condenada a remplazar el cuerpo cuando este falte. Suárez planteó la serie fotográfica como una suerte de tour de avistamientos del doctor José Gregorio a lo largo de escenarios sorpresivos e inauditos como espacios populares de Mompox, el Caño de la Auyama en Barranquilla, el muelle de Puerto Colombia, o en medio de un parto en el Hospital General de Barranquilla, pero su presencia parece distar de la idea de registro por su apego a la postura del santo, que además acude a emular la presencia de las efigies religiosas, por lo cual su poética y particularidad en alguna medida es superior a la idea inicial de registro. Es decir, que los retratos si pretendían -tal vez de forma inconsciente- plantear una nueva iconografía del doctor José Gregorio, pero la resolución no fue en principio abordada con el ojo profesional del fotógrafo, ni con la calidad con que hubiera obturado un retratista profesional. Por eso reitero el compromiso conceptual que planteaba la fotografía en la producción de Suárez, y cómo este proceso que iniciaba con la acción termina validando la fotografía como el punto culminante de la serie. Por otra parte, las fotografías son –además del mismo Suárez- el único vestigio original que queda de las piezas ganadoras del XXXV Salón Nacional de 1994. Por ende, como consciencia de su condición conceptual y como reconocimiento de su valor en la historia del arte colombiano, las imágenes han sido restauradas y remasterizadas de la película original, limpiadas y reimpresas, concebidas ahora como la obra definitiva.
Visitas y apariciones fue presentada en el 6to. Salón Regional de 1993 y posteriormente en el inmenso XXXV Salón Nacional de Artistas, donde el jurado compuesto por Roberto Pontual de Brasil, Carla Stellweg de Estados Unidos, Roberto Guevara de Venezuela, y como jurados locales John Castles y Miguel González premiaron el trabajo de Suárez de entre los 342 artistas participantes en el evento, a pesar de la consecuente polémica que se preveía al distinguir una obra que se salía de las condiciones convencionales de los certámenes institucionales [5,6]. Curiosamente, la misma polémica se encargó de mediatizar y difundir más las imágenes de Visitas y apariciones a través de la prensa, y confundir en gran medida al público que asistió a la exposición ante la curiosidad de unas fotografías de José Gregorio Hernández que participaban en un salón de arte. Además, el rumor de que el mismo venerable médico aparecía en la exposición terminó por enredar las cosas y producir un halo esotérico y fantasmagórico a la obra premiada. La difusa y abierta interpretación de este performance, que era contemplado desde el mundo del arte, a la vez que desde una perspectiva devocional causaba esa complejidad en la comprensión del publico conservador que no comprendía como no era premiada la indiscutible pintura de otros artistas, mientras que esta extraña conjunción y saturación de cosas que pasaban era dada por ganadora. Mientras algunos le pedían milagros a la evanescente e inexpresiva presencia del doctor José Gregorio, y otros aplaudían la constancia del disciplinado trabajo de cuerpo de Suárez, otros miraban descreídos y con desdén la pretenciosa ambición del artista por abarcar todos los medios posibles.
¿Acaso alguna obra de carácter religioso había ganado el Salón? Posiblemente la deshonrada pintura de Carlos Correa titulada en el II Salón Nacional de 1941 como Anunciación, censurada por su “obscenidad” del certamen pero presentada el año siguiente al III Salón bajo el lacónico título Desnudo. En la segunda muestra –donde terminó obteniendo el primer premio del certamen-, la obra ya había perdido su carácter religioso y al desprenderse de este, era evaluada por las aptitudes formales del pintor y no por el trasfondo temático que implicaba. En el caso de Suárez, retornar lo sacro como tema de una obra abría numerosas interpretaciones de gran audacia, sobretodo aquella en la cual el mundo del arte y el de la religión parecen ser tan semejantes por sus dogmas de difícil argumentación, arbitrarios y a veces incontrovertibles –pero la mayor de las veces insostenibles- y en el carácter de culto a la imagen. La transición de ese culto al mundo del arte presentada como performance en el XXXV Salón fue en definitiva un evento inédito e impactante para el jurado, quien ante esa dualidad de la imagen no podía evitar percibir la obra como una experiencia hasta cierto punto religiosa. Mucho menos el artista, que estaba tan imbuido en su papel de santo, que ante al dictamen del jurado reaccionó con la reafirmación de su discurso: “Milagro, Milagro! Gracias San Gregorio”.
Texto de Christian Padilla.
[1] Entrevista a Alfonso Suárez. (2017). Barranquilla: 7 de febrero.
[2] RUEDA, Santiago. (2016). Entrevista a Eduardo Hernández. Documento inédito.
[3]MEDINA, Álvaro. (2000). El arte del Caribe colombiano. Gobernación de Bolívar. Cartagena. pp. 67
[4] BETTER, John. (2016). “Alfonso Suárez, el frágil devorador”, en El Heraldo. Barranquilla: 27 de noviembre.
[5], 6 REVISTA SEMANA. (1994). De todo, como en botica. Bogotá: 23 de mayo. EL TIEMPO. (1994). La generación de la ruptura. Bogotá: 14 de abril.
[6] EL TIEMPO. (1994). La generación de la ruptura. Bogotá: 14 de abril.