Giro de trama
Colectiva de artistas
Flor María Bouhot, Ethel Gilmour, Beatriz González, Karen Lamassone, Clemencia Lucena, Becky Mayer, Sara Modiano, Ana Claudia Múnera, Rosa Navarro, Dora Ramírez, María Villa, Nirma Zárate.
Esta muestra propone una revisión alrededor de la investigación y exposición ‘Mujeres Radicales’, configurándose como un giro en la construcción de narrativas y de la historiografía del arte. Reúne obras de algunas de las artistas colombianas más relevantes durante la segunda mitad del Siglo XX, que han contribuido con sus procesos a la renovación de prácticas artísticas como la pintura, la fotografía, la escultura y la video instalación. Lo anterior, desde una reflexión y decidida posición política sobre la práctica y el rol de las artistas como sujetos sociales.
Textos de Camilo Quiroga
Ethel Gilmour
(1940, Cleveland, EE.UU. – 2008, Medellín, Colombia)
Ethel Gilmour fue una pintora estadounidense que llegó a Colombia gracias a su esposo, el arquitecto antioqueño Jorge Uribe a quien conoció en un trayecto de tren con destino a Rusia, en un viaje que hizo luego de terminar sus estudios en Estados Unidos. Con él se establece desde 1971 en Medellín, ciudad en donde se casan y desarrollan sus respectivas carreras. Su obra la sitúa como una reportera crítica y genuina de la sociedad antioqueña. Cuando Gilmour llega a Medellín, se encuentra con una ciudad tranquila, parroquial y conservadora; idiosincrasia que le resulta palpable a través de los espacios cotidianos de la gente y los objetos que los conforman pero que ella observa desde la distancia que le otorga el hecho de ser extranjera. Así, sin saberlo, Gilmour empieza a construir un “arte pop antioqueño” en el que retrata la iconografía de provincia que se encuentra en Medellín y que es consumida mediante el espacio doméstico: desde personajes como santos, vírgenes, próceres o monjas; hasta objetos como cajas de galletas Saltinas convertidas en materas, vestidos o cortinas de encaje, carpetas tejidas, cursilerías y otra serie de objetos kitsch usados para decorar el hogar. Sin embargo, como consecuencia de los complejos fenómenos sociales que se incubarían en la ciudad en los años posteriores a su llegada y de los cuales se volvería testigo, la obra de Gilmour se transformaría visiblemente. Así, la artista decide incorporar una nueva iconografía a sus pinturas que da cuenta de cómo estos fenómenos -tanto los locales como los globales- empiezan a infiltrarse dentro del espacio íntimo y sagrado del hogar: armas, ráfagas, explosiones, desastres, víctimas, militares, mafiosos, reinas de belleza, papas, etc. Al respecto expresaría: “No deseo pintar la violencia, pero cuando ésta sucede aquí, a pocos pasos de mi casa, se va colando en mis cuadros”. En últimas, el trabajo de Gilmour es el retrato de un país sumido en contradicciones: un lugar en el que coexiste una profunda fe con la violencia, el fervor religioso con la hipocresía, la vida y la muerte, la belleza y el horror, el color con la tragedia.
Villa Tina ofrece una escena macabra. En ella se observa un grupo de figuras humanas dispuestas en torno a las faldas de una montaña de tierra roja, la cual se encuentra enmarcada por una serie de casas y árboles. Toda esta escena es presenciada por la única persona reconocible del cuadro quien, de rodillas y de cara al espectador, hace un gesto indistinguible entre el terror y el dolor mientras cubre su rostro con las manos ante su incapacidad para observar este paisaje. Tanto la disposición como la forma de las figuras generan la ilusión de que estas se encuentran en un tipo de trance ejecutando una suerte de danza ritual, embrujo que se desprende de la montaña y del solitario árbol que la corona y que no conduce a un lugar distinto a la muerte. En otras palabras, la pintura advierte al espectador que en ese lugar están presentes la tragedia y el horror. Esta interpretación tan sombría de la obra no es caprichosa ya que la pintura puede considerarse como el registro hecho por Gilmour del Deslizamiento de Villatina, ocurrido en 1987 en este barrio del oriente de Medellín, el cual fue parcialmente sepultado por un derrumbe de las laderas del Cerro Pan de Azúcar dejando un saldo de más de 500 personas muertas, 200 desaparecidas y 2.400 damnificadas. La dimensión de la tragedia fue tal, que la zona fue declarada camposanto ante la imposibilidad de recuperar los cuerpos sepultados por el derrumbe. Sin embargo, la obra también puede leerse como un presagio de otros hechos trágicos que ocurrirían en esta y otras zonas de Medellín marcadas por la violencia, pobreza y desidia estatal; tales como la Masacre de Villatina ocurrida en 1992, cuatro años después de pintada la obra. En estos hechos, miembros de la Policía Nacional asesinaron a un joven y a ocho menores de edad en este mismo barrio, caso en el que el Estado colombiano aceptó su responsabilidad ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Flor María Bouhot
(1949, Bello, Antioquia)
Flor María Bouhot es una artista antioqueña que ha desarrollado una carrera de casi cinco décadas a través de la pintura. En la vida de Bouhot dos lugares resultaron fundamentales para desarrollar su obra: por un lado Puerto Berrío, municipio a orillas del río Magdalena en el que la artista viviría en la adolescencia y en el que, en sus propias palabras, vería todo el color. El otro es el barrio Guayaquil del centro de Medellín, un lugar que durante buena parte del siglo XX concentró la decadencia y el inframundo social de la ciudad. En este barrio Bouhot conocería a sus primeros protagonistas: borrachos, prostitutas, homosexuales, travestis, gamines, amantes furtivos o prohibidos. Es así como ella decide retratar este universo desde la experiencia, visitando estos lugares y fotografiando clandestinamente a quienes allí se encontraba. Pero también lo hace desde la imaginación, ya que crea ficciones en torno a quienes habitaban dicho barrio valiéndose, en muchos casos, de imágenes provenientes de revistas pornográficas que veía para poder darle forma y rostro a estos personajes. Al sentirse atraída por los sucesos, lugares y sujetos que allí se encuentra y decidir convertirlos en el tema de su pintura, Bouhot hace gala de su capacidad de observación ya que identifica en estos un poder, una energía y un movimiento vital por los que adquiere una fascinación casi voyerista. Consciente de la contradicción que supone, Bouhot decide visibilizar esta paradoja mediante el color: colores brillantes, fuertes y estrafalarios que traducen, sin enmascarar, la marginalidad de lo retratado en vitalidad. Esta misma filosofía seguirá presente en series posteriores como Carnaval, Bastones de Mando o sus bodegones -naturalezas que poco tienen de muertas- en donde la artista reitera su intención de extraer, más allá de la apariencia, la fuerza de la naturaleza que se desprende de cada cuerpo, objeto o espacio que ella ve para presentársela al espectador por medio del color y la composición.
Este cuadro hace parte de Los amantes, serie empezada por Bouhot en 1984 aproximadamente y en la que retrata a parejas en medio de situaciones eróticas y/o sexuales. La obra es una oda a la naturaleza, significado que se hace visible gracias a los tres elementos que la componen. El primero es el fondo de la escena: una referencia a la forma como eran decoradas las paredes de los lugares del centro de Medellín que ella frecuentaba en donde usaban tapices y papeles de colgadura que asemejan motivos orientalistas o el estilo medieval del millefleur. Sin embargo, Bouhot no trae esta referencia solamente con un fin compositivo. En este caso en particular, podemos observar a un par de carneros enfrentados en torno a un árbol, representación iconográfica clásica del árbol de la vida en las culturas del Antiguo Oriente Próximo. Este símbolo es usado de forma común en diferentes religiones para representar la fuerza vital y creadora de la naturaleza. Un segundo elemento es la pareja protagonista de la obra, la cual se encuentra en el clímax del acto sexual. En este caso Bouhot reitera, como en los demás cuadros de la serie, su entendimiento del sexo como un acto derivado del afecto, el deseo y la atracción carnal inherentes a la naturaleza humana. El color azul del hombre al que alude el título es un guiño humorístico que puede referirse, por un lado, a la palidez propia de la muerte, manifestación física del nivel de excitación expresada en la cópula; o por el otro, puede entenderse como una señal de vergüenza derivada del no poder satisfacer sexualmente a la otra persona. Cualquiera de los dos escenarios le sirven a la artista tanto para desidealizar el rol masculino dentro del acto sexual así como para poner a la mujer en una posición de poder en medio de esta situación al concederle un rol activo dentro del ejercicio de su sexualidad. Finalmente, el último elemento es la colcha sobre la que reposan los amantes la cual se inspira, de acuerdo con Bouhot, en formas de arte textil de comunidades indígenas como las molas kunas o el arte huichol. En estas, dichas comunidades recogen y transmiten tanto su cosmogonía como su cotidianidad a través de figuras de plantas, animales y seres mitológicos hechos con un sistema de patrones basado en líneas y otras formas geométricas.
Esta pintura retrata a Greta, una trabajadora sexual, y al Pispo, un perro callejero. De acuerdo con Bouhot la intención de retratarlos de forma conjunta no derivó de algún tipo de vínculo existente entre los personajes de la vida real en los cuales ella se inspiró para hacer la obra. Entonces, si no existía ningún tipo de relación entre la Greta y el Pispo de carne y hueso, ¿por qué retratarlos juntos y hacer hincapié en ambos en el nombre de la obra? La respuesta remite a los elementos en común entre estos sujetos: ambos son seres desprotegidos, marginalizados y cuya supervivencia depende esencialmente de la calle. Sin embargo Bouhot, siendo consciente de esto último, decide no retratarlos en ese escenario natural para ambos sino que lo hace dentro de un espacio interior cubierto con un tapete lo que dota, por contraste, de una dignidad particular a sus personajes. En cualquier caso, este ejercicio no es un intento de la artista por esconder la realidad. En una lectura del cuerpo que hoy resulta problemática pero que era consecuente con la mentalidad de la época de producción de la obra, Bouhot visibiliza a través de la corporalidad de Greta las señales que evidencian su deterioro y descuido: un cuerpo gordo, una pierna inflamada que revela algún tipo de enfermedad o dolencia, un pelo escaso y ajado y un rostro con unos rasgos desfigurados. Estas señales contrastan con otros detalles como la estetización de su cara por medio del maquillaje o el uso de un vestido ceñido y revelador, aspectos que demuestran la persistencia de Greta por hacer de su cuerpo un objeto de deseo sexual y con ella, la manifestación de que el trabajo sexual era, probablemente, su única alternativa de subsistencia. Un último detalle que llama la atención es que por intermedio de Pispo -forma popular de calificar a alguien como lindo o bonito- Bouhot nos muestra una faceta antagónica a la naturaleza hostil y agreste de la calle: la existencia de otras formas de belleza entre los seres que la habitan.
Beatriz González
(1932, Bucaramanga, Colombia)
La importancia de Beatriz González, figura determinante del arte contemporáneo en Colombia, no radica solamente en la creación sino también en la intensa actividad que desarrolló en otros campos como la investigación, la curaduría, la crítica y la educación. Su obra se ha transformado visiblemente en cuanto a estilos, formatos y temas durante las más de cinco décadas que abarca. Pese a ello, González ha mantenido como interés transversal en su proceso artístico las imágenes reproducidas masivamente a través de medios como la gráfica popular, la publicidad o, especialmente, la prensa. Estas comprenden reconocidas obras del arte universal, sujetos objeto de culto popular –históricos, políticos, pop o religiosos–, escenas de violencia cotidiana, así como el conflicto armado colombiano. Su trabajo consiste en realizar una interpretación y representación de dichas imágenes ya existentes con el fin de que la nueva imagen producida por ella pueda reapropiarse por parte del espectador de maneras diferentes a las ‘originales’. Para ello González se vale de una alteración de los elementos formales –colores, formas y volúmenes, reglas de impresión, tipos de soportes– para proponer un ejercicio crítico en torno al significado de estas en la realidad. En ese sentido la artista apunta a distorsionar la literalidad formal de la imagen para identificar y exaltar aquello que no se ve desde lo que aparentemente se ve. En últimas, González nos mueve a hacernos conscientes como sociedad sobre la capacidad que tenemos para reproducir constantemente, ya no en el papel sino en la realidad, las mismas escenas y, al mismo tiempo, consumirlas.
En palabras de González, Decoración de interiores es su primera obra abiertamente política. Esta consiste en un estampado realizado industrialmente sobre una inmensa tela convertida en cortina, y es quizá la obra más representativa dentro de la serie de trabajos que la artista hizo sobre Julio César Turbay, presidente de Colombia entre 1978 y 1982. La pieza reproduce una fotografía del diario El Tiempo en la que el entonces presidente aparece bebiendo y cantando rodeado de mujeres de la élite bogotana en medio de una celebración realizada en su honor. González, quien ya había usado objetos domésticos como soporte para sus pinturas, explicó que la idea de plasmar la escena en una cortina proviene de la fotografía misma ya que “a mí me interesa el volumen plano y así era precisamente la imagen de Turbay. En esta foto, que era muy particular, detrás había una cortina y parecía que estaba pintado sobre ella”. Una imagen que pese a ser un retrato afable del presidente es también la de un gobernante que presidía un Estado que se consolidaba por aquel entonces como fuertemente autoritario y coercitivo. En ese sentido, que Turbay pudiese estar en un espacio íntimo mediante un objeto utilitario como lo son unas cortinas, habla de una domesticación de la imagen estatal. Domesticación que no debe ser entendida como un ejercicio de dominio sobre esta sino desde su normalización e inevitabilidad dentro del espacio doméstico el cual, dadas las condiciones de la época, ya no era necesariamente privado ni seguro.
En 1993 la Corte Constitucional, órgano judicial recientemente creado a través de la Constitución del 91, declaró la inconstitucionalidad de gran parte de El Concordato, nombre con el que se conoce al tratado internacional mediante el cual se establecen las relaciones entre el Estado colombiano y la Santa Sede. Este tratado, firmado en 1973, resulta importante ya que en él se le habían otorgado a la Iglesia Católica una serie de poderes y tratamientos especiales que reafirmaban el lugar privilegiado de dicha institución dentro de la sociedad colombiana. Así pues, dicha decisión representó un duro golpe para la Iglesia Católica ya que materializaba jurídicamente las promesas de un Estado laico y de libertad de cultos contenidas en la nueva Constitución, las cuales reflejan el aire de cambio que se respiraba por aquella época. En medio de esta coyuntura surge la pintura de González, un retrato de una serie de obispos que, con un gesto severo, presencian algo que escapa de la mirada del espectador. A nivel formal destaca el ángulo desde el que vemos a los obispos, un ángulo típicamente usado en las fotografías de prensa y que nos ubica en un punto medio entre un plano frontal y un plano de perfil de los personajes retratados generando cierta serialidad entre estos. González usa este mismo ángulo en diferentes pinturas en las que en cada una devela, de forma particular, estados distintos del poder: un poder militar latente y amenazante en Los papagayos de 1987, un poder ilegal aniquilado en Retratos mudos de 1990 y un poder eclesiástico en declive como es el caso de El Concordato.
Karen Lamassonne
(1954, Nueva York, EE. UU.)
Lamassonne es una artista colombo-estadounidense que ha desarrollado su obra principalmente por medio del dibujo, la pintura y el video. Perteneció al Grupo de Cali, nombre con el que se conoció informalmente a un grupo de artistas que entre las décadas de los setenta y ochenta dinamizaron la escena artística de dicha ciudad desde la literatura, el cine, la fotografía y las artes plásticas. Su vinculación con dicho grupo la llevó también a incursionar en otros campos como la dirección artística para teatro y cine. La relación de Lamassonne con el séptimo arte, presente en su vida desde la infancia, sería decisiva para su trabajo ya que le otorgó una fascinación por la forma de ver que implica mirar mediante una cámara, particularidad de la imagen foto y cinematográfica que buscaría trasladar a sus obras. Lamassonne mantiene a lo largo del tiempo un interés por la relación entre dos temas: el cuerpo y la intimidad. Para la artista la intimidad es un estado seguro –no necesariamente privado- de expresión honesta y auténtica del cuerpo, y a través de él, del ser. Al habitar un cuerpo femenino, históricamente censurado y objetivizado, Lamassonne resignifica la intimidad como un lugar en el que la mujer puede acceder al control, reconocimiento y exploración de su propio cuerpo. En su obra puede observarse que la sexualidad, entendida como la expresión del deseo, el placer y el erotismo, es para ella la manifestación por excelencia del cambio en la forma como la mujer se relaciona con su propio cuerpo, razón por la cual, decide volverla un tema central -aunque no exclusivo- de su trabajo. Esto la lleva a abordar la relación entre cuerpo e intimidad en múltiples vías, por ejemplo, centrándose en unas obras en la exploración del cuerpo propio desde la individualidad mientras que en otras lo haría desde la interacción con otros cuerpos. Igualmente, otra vía fundamental es el espacio físico, el cual es entendido por la artista como una extensión del cuerpo así como de su capacidad de observación, sus deseos y pulsiones. Esto puede observarse en series como Baños, pinturas en las que el interés es el espacio privado y doméstico, o en Homenaje a Cali, en donde traslada dicha exploración al espacio público de la ciudad.
Esta obra hace parte de Eróticos, una de las primeras series de Lamassonne, consistente en retratos individuales de mujeres desnudas en las que la artista juega con la perspectiva y la posición de sus cuerpos dentro de las piezas. Lamassonne revela su intención de darle a los cuerpos femeninos retratados el lugar central dentro de la composición de dos maneras: por un lado, ubicándolos en espacios etéreos tales como planos vacíos rematados con lo que parecen ser cadenas montañosas. Dichas montañas podrían entenderse como un símbolo de una geografía de la corporalidad a la que Lamassonne quiere aludir desde la exploración personal del cuerpo propio en la intimidad, un espacio que permite reconocer y activar sus formas. La otra manera es mediante un juego hecho por la artista con las proporciones en el que hace a los cuerpos descomunalmente grandes para el tamaño de los escenarios en los que los sitúa. Esto plantea su deseo por pensar el cuerpo femenino como una entidad incontenible, una fuerza que desborda descomunalmente los espacios y cuya presencia resulta ineludible e inevitable. Es importante señalar que estas obras nacen en medio de un momento vital importante para Lamassonne ya que se producen entre su regreso a Colombia, luego de haber terminado el colegio en Estados Unidos, y su viaje a París en 1978, ciudad en la que empezaría una vida de pareja al lado del cineasta Luis Ospina. Así, la producción de esta serie coincide con el momento en el que Lamassonne se vuelve una adulta joven y decide irse a vivir sola en Bogotá, circunstancia que le permitiría encontrar, gracias a la libertad que otorga el espacio propio, la oportunidad para explorar el cuerpo y la intimidad. Al respecto señalaría: “Pienso que la intimidad es el mejor punto de referencia que puedes tener en la vida, con tus amigos y contigo misma. Cuando me fui de mi casa en Bogotá me propuse vivir de mi trabajo. Comencé entonces a usar la pintura como canal para expresar todo lo que llevaba por dentro, incluyendo mi ser sexual. (…) No era común que una mujer soltera viviera sola, así que el acto de pintarme en mi entorno íntimo me daba seguridad. (…) Muy adentro, en lo profundo, intuía que mi desnudez era mi fuerza. Yo creía en mi poder femenino. Desde entonces mi trabajo ha estado anclado a mi interioridad”.
El trabajo de Lamassonne está fuertemente relacionado con la sexualidad y el voyerismo. En este caso, aunque la obra no parece tener un contenido abiertamente sexual, sí explora otros significados de voyerismo. Particularmente, mediante esta acuarela, la artista nos acerca a esta práctica entendida, no como el acto estrechamente ligado con la excitación sexual a partir de la observación, sino como una forma de observar en la que prima el deseo de ver sin ser visto, una mirada indiscreta que pasa inadvertida. Gracias al detalle de las piernas que emanan de la parte inferior de la pintura, Lamassonne nos ubica en su propio cuerpo llevándonos a asumir, sin proponérnoslo, una posición de voyeurs frente a la escena: nuestra mirada sobre la imagen es una prolongación de la mirada misma de la artista y, en sentido contrario, el cuerpo de la artista es una prolongación de nosotros mismos. A partir de esta otra forma de voyerismo, Lamassonne nos propone en esta pieza la observación, a través de una claraboya, de una habitación en la que vemos a alguien leyendo un cómic sobre algún tipo de colchón o litera. La identidad de ese alguien es un asunto fundamental ya que, aunque sus rasgos andróginos no nos permiten saber con certeza si estamos viendo a un niño o a una niña, su complexión nos sugiere que está ad portas de la pubertad, momento de transición entre la infancia y la adultez. Esto es importante teniendo en cuenta que, en una época en donde su obra era bastante autobiográfica y autorreferencial, Lamassonne podría estarse retratando a ella misma de forma ambigua. Lo anterior con el fin de que nosotros, observadores indiscretos de esta persona, presenciemos a una artista que en el escenario de la intimidad -su predilecto- está descubriendo su identidad misma. Al margen de lo anterior, es importante tener en cuenta que esta no es la única obra en la que ha retratado niños desnudos o semidesnudos dentro de espacios domésticos. Por ejemplo, Lamassonne también ha pintado a infantes mientras duermen en el piso o juegan encaramados en sillas, obras que permiten hacer un contrapeso al contenido de sus otros trabajos ya que ofrecen una relación entre desnudez e intimidad ajena a la expresión del deseo sexual. De esta manera, la artista reafirma el valor de la intimidad como un espacio seguro en el que la identidad individual y el reconocimiento del cuerpo propio también se construyen desde la inocencia, la ternura y la vulnerabilidad.
Sara Modiano
(1951, Barranquilla, Colombia – 2010, Barranquilla, Colombia)
Sara Modiano fue una artista conceptual que en las diferentes etapas de su obra experimentó con diversos medios tales como la pintura, el dibujo, el collage, la escultura, la instalación y el performance. A nivel formal el hilo conductor de su trabajo sería la figura geométrica, la cual exploró a través de diferentes materiales y composiciones. En cuanto a contenido, los intereses de Modiano pueden sintetizarse en dos grandes temas: la arquitectura y el cuerpo, ambos entendidos como umbrales para transitar entre diferentes estados de la existencia. En el caso de la arquitectura, este interés se reflejó en sus pinturas tempranas en reflexiones literales en las que usó la abstracción geométrica para hablar de las puertas o las ventanas, típicos umbrales de la estructura arquitectónica. Sin embargo, este interés la llevaría posteriormente a construir una serie de estructuras para plantear una reflexión simbólica sobre la muerte en donde dichos objetos servirían para aludir a la mortalidad, no de un cuerpo individual, sino de un cuerpo en un sentido social, cultural e histórico. La escogencia de estas estructuras respondía a su función, íntimamente ligada a la muerte, así como por su identidad espacial y geométrica: pirámides, hipogeos (tumbas subterráneas) o cenotafios (monumentos funerarios). Por su parte frente al tema del cuerpo, exploración completamente introspectiva y autorreferencial, la artista se valdría de la materialidad de sus obras para plantear un entendimiento del cuerpo y el rostro propios como contenedores de una identidad y unos deseos en constante cambio pero que, al mismo tiempo, constituyen un contenedor temporal y limitado de la existencia debido a su mortalidad.
Este trabajo tiene una riqueza muy particular dentro del cuerpo de obra de Modiano ya que sintetiza, de forma muy precisa, sus intereses materiales y conceptuales. La pieza se sitúa, a juzgar por la fecha aproximada en la que fue creada, en un momento de transición dentro de su producción artística. Por un lado, la fotografía remite a sus trabajos anteriores ya que usa el lugar de la ventana dentro de la arquitectura del hogar para hablar de los umbrales dentro del espacio doméstico. El simbolismo de la ventana como umbral está dado por el hecho de que ésta se sitúa como un punto de transición entre binarios opuestos: luz – oscuridad, adentro – afuera, público – privado. Estas dualidades frente al espacio doméstico se ven reforzadas por la ropa tendida: símbolo que en la cultura popular define los asuntos privados. Refranes como “la ropa sucia se lava en casa”, el cual señala el hogar como el lugar apropiado para ventilar este tipo de asuntos, o “le sacaron los trapos al sol”, forma de referirse cuando la intimidad de una persona es expuesta públicamente, reafirman dicho significado. Es fácil intuir el valor que encontró Modiano en esta imagen ya que contiene claras referencias a los patrones y figuras geométricas presentes en la arquitectura doméstica, observables en la disposición de los ladrillos de la pared así como en la reja metálica que acompaña a la ventana. Finalmente, tanto el soporte como la malla que acompañan la fotografía podrían leerse como un anticipo sutil del lugar que adquiriría el metal como material predilecto para sus obras durante etapas posteriores de su producción. Particularmente la malla, un material en el que Modiano encontraría gran valor simbólico y conceptual para sus propósitos artísticos gracias a sus propiedades estéticas y visuales así como por las bondades estructurales que este ofrece.
Becky Mayer
(1944, Bogotá, Colombia – 2024)
Becky Mayer es una artista que desarrollaría su práctica en torno a la fotografía. Educada en Estados Unidos, empezó su producción artística en los años setenta luego de su regreso a Colombia. A partir de la experimentación formal y de un simbolismo conceptual, Mayer ha trabajado temas universales y existenciales para los seres humanos tales como la muerte, el amor o la violencia. Teniendo en cuenta la estrecha relación que existe entre estos temas y el contexto social y político de la Colombia de los años ochenta, década donde Mayer desarrolló de forma más intensa su trabajo, puede decirse que estas imágenes surgen como una contrapropuesta de la artista para hablar de la realidad del país sin recurrir a representaciones explícitas, estereotipadas o banales del acontecer nacional. Esta metodología la aparta de formas tradicionales de la fotografía, como por ejemplo la fotorreportería, en donde el valor artístico de las imágenes depende en gran medida de la riqueza compositiva con la que cuenten y, en todo caso, este puede estar supeditado a otras formas de valor -como por ejemplo el periodístico-. Así, a través de la creación de universos oníricos y misteriosos que se apartan de la literalidad de lo retratado, Mayer encuentra nuevas formas de representar dichos temas en sus imágenes. Para Mayer “la verdadera prueba para un fotógrafo está en su habilidad de incorporar su visión y su técnica con una realidad profunda y subjetiva, que resulte en experiencias visuales de valor, donde encontremos reunidos el sentido de la estética, el intelecto y el momento contemporáneo”. En este sentido, pese a que las imágenes de Mayer pueden ser leídas en función del contexto de su producción, ella pretende liberarlas de este como condición necesaria para su lectura, apuesta que permite hacer las imágenes tan universales como los temas que la inspiran. A nivel formal, su experimentación la llevaría a intervenir aspectos y elementos técnicos de la fotografía tales como los negativos o el revelado, o a jugar conceptualmente a partir del uso de otras técnicas y medios tales como la xerografía -fotocopia-, la fotografía instantánea o el collage.
Dos aspectos comunes a ambas piezas llaman la atención: el uso de texto puesto sobre la imagen y su técnica de impresión. El primer elemento busca condicionar la lectura a partir de generar contradicciones entre el texto y la imagen enfrentada. En el caso de Still life la contradicción parte de un análisis del título: una de las posibles traducciones de still al español es ‘inmóvil’ mientras que life traduce ‘vida’ en el sentido amplio de la palabra. Así, still life significaría literalmente ‘vida inmóvil’, una traducción que parecería recoger un principio epistemológico de la fotografía: la vida, entendida como movimiento, traducida a la quietud por medio de una imagen. Sin embargo la contradicción se hace más evidente cuando revisamos que la traducción en contexto de still life es naturaleza muerta. La naturaleza muerta o bodegón es un género artístico consistente en retratar objetos inanimados. Así pues, a través de este juego de palabras Mayer nos induce a preguntarnos acerca del retrato de un matrimonio antiguo, imagen que acompaña la obra: ¿es una naturaleza muerta porque es la imagen de una fotografía -objeto inanimado- o porque la pareja de la imagen probablemente ya murió? El hecho de que la pareja de la imagen ya esté probablemente muerta, ¿anula la vida inmóvil que captura? O, incluso, ¿qué está muerto, inmóvil o inanimado en la imagen: la pareja o la institución matrimonial? El uso de las contradicciones que plantea la literalidad de la naturaleza muerta también se hace latente en La belleza no aguanta balas en la cual la imagen contiene un bodegón de flores, objetos comúnmente considerados como bellos y asociados a la belleza. En este sentido, si la consecuencia del disparo de una bala es una herida que causa en cualquier caso una cicatriz o la muerte, ¿cómo entender que unas flores hagan parte de una escena en la que la muerte no se deriva de una herida de bala sino del simple hecho de ser un objeto inanimado? Con esto Mayer parece estar haciendo una reflexión sobre el contexto de intensa violencia que se anticipaba por aquella época en el país. Un contexto en el que Colombia, un país estereotípicamente considerado bello por sus paisajes y sus gentes, ha tenido que ver desfigurada o herida de muerte su belleza a causa de las balas que constantemente la inundan. La contradicción también podría apuntar a preguntarse por el lugar y la justificación del arte, tradicionalmente considerado como una de las expresiones por excelencia de la belleza, en medio de dicho contexto. Finalmente, frente a la xerografía -fotocopia- como técnica de impresión, Mayer parece querer desidealizar la creencia de que el arte no puede valerse de técnicas y materiales ordinarios para crear. La fotocopia, medio común de reproducción masiva de imágenes, podría entenderse como un gesto poético de las piezas pese a ser uno de sus elementos formales: la capacidad de Colombia para reproducir masivamente belleza pero también balas y víctimas, y con estas, otro tipo de naturalezas muertas.
María Villa
(1909, Guarne, Colombia – 1991, Medellín, Colombia)
La historia de esta artista parece sacada de la ficción. María Villa fue una mujer de origen humilde, hija natural de una mujer viuda. Como consecuencia de los cánones de la época tal calificación, con la cual se conocía a los hijos nacidos por fuera del matrimonio, implicaba un tratamiento descalificador y discriminatorio tanto de la ley como de la sociedad en general. Ajena completamente al mundo del arte, tiene su primer contacto con la pintura pasados los 50 años de edad gracias a Federico Vargas, un pintor 32 años menor que ella con el que se casa y sostiene un matrimonio durante 10 años. De la mano con esta relación le llega la oportunidad de ver pintar a Federico, actividad que la cautivará profundamente luego de que este pintara a San José, uno de los santos de cabecera dentro de la arraigada devoción católica de María. Así ella, dueña de una inmensa sensibilidad y capacidad de observación, empieza a pintar a escondidas de todo el mundo -incluyendo a su propio esposo- en un intento por replicar las imágenes y motivos propios a través de dicha actividad. Al no poder pintarlas con el mismo realismo que lo hacía Federico, dueño de una gran destreza con los pinceles, decide mantener en secreto su obra, la cual desarrollaba por gusto propio pero sin considerar que esta mereciera ser vista. Sin embargo Federico la descubre y, consciente de su gran valor artístico, la anima a seguir creando y a mostrarla públicamente. María pinta imágenes cotidianas que llaman su atención, la deleitan o conmueven: santos, escenas bíblicas, madres con sus hijos, niños o incluso reproducciones de grandes obras de arte que veía pero de las cuales desconocía su origen o significado. Esta mujer puede considerarse como una artista en sentido puro, es decir, una persona que entiende la creación por medio de la pintura como un proceso de expresión de la sensibilidad individual. Por ello, su obra debe leerse desde su historia de vida, su fuerza vital, así como desde sus convicciones y contradicciones. Esto permite entender su pintura como un ejercicio de libertad: por un lado, libertad ejercida en la forma y en los temas de sus cuadros, la cual derivaba de la indiferencia que le generaba el ser ajena a los códigos y cánones del mundo del arte. Por el otro, libertad que le confería la pintura, un ejercicio de emancipación de la conciencia y la observación mediado por una apropiación individual del mundo mediante las imágenes presentes en él.
Estas dos obras pueden ser leídas de múltiples formas: por un lado podrían considerarse retratos “ingenuos” de imágenes que llegan de alguna manera a la cotidianidad de María Villa. Una lectura que en todo caso es diciente del tipo de escenas presentes en la Medellín de la época: un cuadro típico de crianza y juego entre una madre y su hijo en el caso de la primera pintura, pero también la reproducción de la obra Niña joven leyendo del pintor rococó francés Jean Honoré Fragonard, pintada cerca al año de 1769, y de la cual no tenemos forma de saber ni cómo ni dónde llega a los ojos de la artista para ser retratada. En este sentido, la presencia de esta última dentro de su repertorio nos obliga a preguntarnos por la manera mediante la cual una ciudad como Medellín empieza a insertarse, en medio de la segunda mitad del siglo XX, dentro de la globalización. Un fenómeno que conlleva un consumo insospechado de imágenes generadas en los países de primer mundo, en este caso, grandes obras del arte occidental. Sin embargo, una segunda lectura implicaría partir de la historia de vida de María Villa, una historia nada fácil. Dicha dificultad estaría determinada en gran medida por lo esquiva que le resultaría una familia en el sentido tradicional de la palabra y al hecho de no recibir formalmente educación de ningún tipo. Frente al tema de la familia, la artista tendría que descubrir a lo largo de su vida que ella estaba destinada a otro tipo de modelo y vida familiar: careció de una figura paterna, contó con una figura materna de carácter fuerte y severo, y conformó un matrimonio atípico que, aunque le ofreció grandes satisfacciones personales, no le permitió ser madre -rol decisivo para las mujeres dentro de la estructura social de la época-. Por su parte, frente al tema de la educación, María reconoce en esta una oportunidad para conocer el mundo, un interés que es palpable en ella y al que nunca renunciaría a lo largo de su vida. En este sentido, desde esta aproximación, estas pinturas pueden entenderse como los retratos de dichas “carencias” en la vida de la artista: la maternidad y la educación. Esta lectura sin embargo obliga a no entender la palabra carencia como una fuente de complejo o de nostalgia. Por el contrario, el encanto de esta artista reside precisamente en su capacidad para celebrar aquello que retrata a través del color y la elección de sus temas. Ello se desprende de una de las características más visibles de su personalidad: la generosidad. En ese sentido, María encuentra un deleite y satisfacción personal en el hecho de poder pintar esas escenas, sin siquiera despreciarlas por un momento por el hecho de que lo observado hiciera parte o no de su vida. Para ella que una imagen le fuera dada a sus ojos o a su imaginación para retratarla era un ejercicio de amor de la naturaleza al que ella se entregaba dichosamente.
Clemencia Lucena
(1945, Manizales, Colombia – 1983, Cali, Colombia)
Clemencia Lucena fue una artista que concentró su carrera artística en el dibujo, la pintura, la gráfica y la crítica. A pesar de haber muerto tan joven -37 años-, su corta carrera alcanzó a comprender dos etapas divididas por su incorporación en 1971 al Movimiento Obrero Independiente Revolucionario (MOIR), movimiento político de izquierda que abogaba por la justicia y la igualdad de clases, identificadas como las causas de las clases obreras, a partir de una línea de pensamiento de corte maoísta. En su primera etapa, Lucena produjo una obra feminista basada en el cuestionamiento del rol de la mujer en la sociedad. A través de obras inspiradas en fotografías y notas de prensa, buscó visibilizar cómo el control de la imagen femenina era una forma de reproducir en la sociedad estructuras patriarcales de dominación y poder sobre la mujer. En la segunda etapa, la artista se volcaría completamente hacia una producción políticamente explícita y abiertamente militante, puesta al servicio de la agenda del MOIR. La ideología de dicho movimiento, de corte nacionalista y combativo frente al imperialismo norteamericano, debe entenderse en medio del contexto social y geopolítico de la América Latina de dicha época. En este sentido y durante esta etapa, la pintura de Lucena se caracterizaría por la producción de obras que mostraban el ascenso y la expansión del MOIR a lo largo del territorio nacional: mítines políticos, huelgas o retratos individuales de voceros y personas afines a la colectividad. Imágenes inspiradas en la propaganda de la Revolución China en las que nunca faltaba la bandera del movimiento y en las que la artista situaba geográfica, generacional y circunstancialmente a sus personajes. Su compromiso político también la llevaría a abordar desde la crítica el componente político del arte. En este campo, la artista expresó su fuerte oposición al establecimiento artístico de la época por considerar que posicionaba un arte “reaccionario”, funcional a los intereses de la burguesía, en oposición a un arte “revolucionario”, el cual debía ser puesto “al servicio del pueblo”.
Durante su primera etapa artística, a la cual pertenece esta obra, Lucena produjo varias series en las que usaba una metodología similar. En primer lugar escogía notas pertenecientes a un género periodístico popular en aquella época, en las que la noticia usualmente era un suceso asociado al ejercicio de un rol arquetípico por parte de las mujeres: reinas de belleza, novias, esposas o damas de sociedad. Posteriormente recreaba las imágenes asociadas a dichas notas realizando modificaciones sutiles para distorsionarlas: valiéndose de la perspectiva o de características de la corporalidad de los personajes retratados, la artista alteraba o acentuaba rasgos, proporciones, gestos y texturas; o también, agregaba detalles prácticamente imperceptibles sobre estas. Las obras iban acompañadas de extractos de citas o comentarios periodísticos de las notas originales que describían el suceso retratado, sus motivos o señalaban la emocionalidad asociada al mismo. Estos podían estar en los títulos o, en ocasiones, en textos que incorporaba directamente dentro de las obras. El resultado de la conjunción entre estos elementos era un retrato artificial y desfigurado de los sujetos de las imágenes originales, símbolo de la forma como Lucena consideraba que se encontraba el rol hasta entonces ejercido por la mujer en la sociedad. La artista identificó que los arquetipos de sus obras, así como las expectativas de comportamiento asociadas a estos, no eran otra cosa que medios de control sobre la mujer usados por el “dominio patriarcal” y frente a los cuales, dado el contexto de la época, estaban empezando a emanciparse. Lucena se referiría a sus trabajos de esta primera etapa de la siguiente manera: «Animados por la rebeldía, impugnaban hábitos e instituciones opresivos y desuetos pero mistificados, que se expresan en nuestra sociedad de la manera más ridícula. “Las ceremonias matrimoniales” y “las reinas de belleza”, “compromisos”, “primeras comuniones”, “presentaciones en sociedad”, “defunciones” y finalmente, en la cúspide de la escala social los mandatarios, como la encarnación óptima de la ramplonería y lo obsoleto de las costumbres (…) Creía entonces que la mejor opción para un artista consecuente era expresar la farsa».
Dora Ramírez
(1923, Medellín, Colombia – 2016, Medellín, Colombia)
Al preguntarle en una entrevista sobre si su relación con el arte tenía otros objetivos más allá del arte mismo, Dora Ramírez respondió: “Sí, la idea de poder llegar a ser en la vida yo misma, cualquier cosa que esto fuera (…), ha sido siempre algo muy importante para mí. Creo que ese estado es la máxima expresión de libertad que como seres humanos podemos lograr”. Enfrentada en varias oportunidades de su vida a las normas y convenciones sociales de la época que pretendían contenerla, Ramírez es un gran ejemplo de una mujer que usaría el arte y la cultura como forma de resistencia y libertad, tal y como ella misma lo señala. La pintura estuvo presente en la vida de la artista de forma intermitente desde su niñez pero no decide empezar profesionalmente una carrera en dicha actividad sino hasta cuando ronda los cuarenta años de edad, luego de varios años de vida matrimonial dedicados a la educación de sus hijos. Su producción artística fue intensa durante los años setenta y ochenta, la cual decidió interrumpir profesionalmente durante la última etapa de su vida para entregarse a otra de sus grandes pasiones: bailar tango. Ramírez transmitió diferentes reflexiones personales a través de la pintura de retratos, género por el que es más reconocida su obra. Por un lado, en el caso de sus retratos de próceres, estrellas de cine de los años veinte o bandas de rock como Los Beatles; la artista humaniza y desidealiza a dichos personajes de las mitologías modernas, no develando las fallas en su humanidad sino haciendo evidente que estos se sostienen únicamente por la nostalgia en torno a una estética determinada. La artista usa una composición kitsch como un medio para evidenciar la forma como estos mitos, y especialmente sus estéticas impecables y de fantasía, transitan el tiempo y el espacio para insertarse dentro de la cotidianidad de aquellos que ven a estos personajes con ojos de veneración y reverencia. Por el otro, en el caso de sus bodegones o de los retratos que pintaría de personajes desconocidos en espacios domésticos, Ramírez haría un ejercicio contrario en el que, valiéndose de una observación de la idiosincrasia propia de su tierra, identifica otro tipo de mitología presente en su entorno. En estas obras la artista señalaría que la fantasía en torno a estos nuevos mitos dependía, más que de un componente estético, de una condición sacral que se derivaba tanto de su presencia en la vida cotidiana como de la serie de roles que asumían de forma inadvertida dentro de la sociedad.
Esta acuarela nos ofrece el retrato de una mujer de mediana edad que descansa cómodamente en una silla con sus manos detrás de la cabeza. Llama la atención dicha postura, la cual sugiere cierto desgarbo en la forma de descansar de la mujer. Al pintarla de esta manera, Ramírez nos está hablando de un aspecto fundamental dentro de la cultura antioqueña: la manifestación del poder femenino matriarcal dentro del espacio doméstico. En este contexto el interior del hogar es un lugar que la mujer considera seguro para darse la licencia de usar una postura espontánea, poco recatada pero más cómoda para ella, que le permite descansar “a sus anchas”. Esto resulta relevante teniendo en cuenta la constante fiscalización que hacía la sociedad antioqueña sobre el comportamiento de las personas, y particularmente sobre las mujeres, dada la relevancia que tradicionalmente ha tenido para esta el decoro y los buenos modales. En todo caso, su postura no rivaliza con el gesto sereno pero firme de su rostro, expresión que sugiere reflexividad y que nos exige un tipo de respeto particular teniendo en cuenta que, al ser la matrona, estamos en presencia de una figura de autoridad del hogar. La omnipresencia de la matrona en la sociedad antioqueña de la época nos permite hablar de esta como un tipo de mito doméstico, el cual encarna individualmente una serie de valores y creencias en gran medida idealizadas. A nivel formal, una de las características de la obra de Ramírez es el uso de determinados elementos para situar o enmarcar a sus personajes dependiendo de su naturaleza. En obras de contenido doméstico como esta o en otras como En la ventana abierta (1972) o la serie Los postigos, Ramírez se vale usualmente de la figura de la ventana objeto que, por su función, hace las veces de umbral entre lo público y lo doméstico. En este caso, también alude arquitectónicamente al hogar por lo que delimita el territorio en el que la matrona ejerce su dominio. Igualmente, esta imagen no se escapa del uso de telas con diseños, texturas y volúmenes llamativos dentro de la composición, recurso recurrente de Ramírez para darle movimiento o dramatismo estético a sus personajes y presente en la pintura gracias al vestido de la mujer y a la manta que cuelga de la silla. Por último, vale la pena observar este retrato teniendo en cuenta estas palabras de Ramírez: “Al encontrar la armonía en el contraste, al utilizar escalas diferentes, al conciliar la serenidad de algunos elementos con el dinamismo de otros, al hallar otra dimensión de permanencia en personas y cosas que rodean la vida cotidiana, pinto lo que ven los ojos cerrados: lo que a veces es imperceptible, pero que al fin se descubre como lo más importante”.
Rosa Navarro
(1955, Barranquilla, Colombia)
¿Cuántos significados posibles tiene la palabra rosa? Rosa es flor, color, nombre, símbolo, objeto, sujeto, palabra y, por sobre todo, Rosa es mujer. Rosa Navarro ha construido su obra a partir de identificar todos estos significados y establecer conexiones entre ellos. Navarro hace parte de la generación de artistas barranquilleros que impulsarían desde dicha ciudad exploraciones en torno al arte conceptual entre la década de los setenta y ochenta. El objetivo de su trabajo es explorar la relación entre la identidad y el lenguaje mediante el cuestionamiento de cómo los múltiples significados que tiene su nombre la atraviesan a ella. Para ello, Navarro se vale de las manifestaciones visuales de las diferentes acepciones de la palabra rosa combinándolas o poniéndolas a dialogar con su propia corporalidad. Al ser un ejercicio semiótico, esta artista sitúa al lenguaje como un campo de batalla mediado por relaciones de poder en el que los signos que hacen parte de este y sus significados son una forma de transformar y condicionar la realidad. Concretamente, explora este escenario aplicado a la manera como el lenguaje participa en la creación de las formas de control que ejerce la sociedad sobre la mujer. En este sentido, al indagar desde su experiencia personal, la artista entiende que la palabra rosa no solo contiene su nombre y con él su identidad, sino que adicionalmente carga con una serie de significados que, en algunos casos, resultan funcionales a estructuras de dominación impuestas sobre las mujeres. A través de su producción artística, que comprende el uso de medios tales como el performance, la fotografía y la escultura; Navarro asumió una posición desde la que buscó enfrentar y pervertir dichos significados. Gracias a este compromiso, la artista reivindicó por medio de su obra su derecho a malear el lenguaje que la define como individuo y como mujer y a partir de allí, asumió como propio el ejercicio de dotar de significado su nombre, y con él, su identidad misma.
‘A las mujeres no se les toca ni con el pétalo de una rosa’ es una máxima básica de la crianza tradicional mediante la cual se le enseña a los hombres el tipo de relación que deben establecer con el cuerpo femenino. Aunque la relación entre la sociedad y el cuerpo femenino se ha transformado en el tiempo, este siempre ha sido considerado como un tema tabú, razón por la cual ha sido relegado a un lugar sobre el que se aplica una constante censura. Un efecto de esta es que le permite a la sociedad asumir de forma hipócrita el contenido de frases como la mencionada. En un plano como el sexual, dicha censura le permite a la sociedad aplicar un doble rasero frente al acto de tocar el cuerpo femenino: tolera, por un lado, que el hombre toque el cuerpo de la mujer sin considerarlo un acto violento y, por el otro, castiga que la mujer toque su propio cuerpo por considerarlo un acto inmoral. Pues bien, en esta fotografía, Navarro parte de esta contradicción. La obra es una continuación del trabajo que empezaría la artista en 1981 cuando usó sus manos coloreadas de rosa para decir su nombre en lengua de señas, una imagen en la que la mano actuaba como dispositivo que conectaba la identidad de la artista con el lenguaje. En esta nueva exploración la mano asume su rol como dispositivo del tacto para conectar dicha identidad con el cuerpo. Navarro presenta su cuerpo semidesnudo desde distintos ángulos y nos permite observar una serie de huellas rosas en distintos lugares de este, registros de alguien que tocó su cuerpo con las manos pintadas de este color. Haciendo uso de la conexión entre el rosa de su nombre y el color rosa de la pintura, la artista nos revela que las huellas sobre su cuerpo son las suyas propias y, en este sentido, nos aclara que el contacto con su cuerpo no está mediado necesariamente por las manos de otra persona. Navarro responde de esta manera a la máxima de crianza diciéndonos que su cuerpo sí puede ser tocado, no por el pétalo de una rosa, pero sí por otro tipo de Rosa: ella misma. Así, asume su corporalidad como un lugar por explorar y en el que le es posible encontrarse a ella misma en su cuerpo, convirtiéndolo de esta manera en una bitácora en donde las huellas son rastros de todo aquello que atraviesa su experiencia vital: afectos, violencias, silencios, deseos, etc.
La inspiración de esta obra parte de un extracto de la novela Cien años de soledad en el que se relata el efecto posterior de un encuentro entre dos de los personajes de la historia: “La casa se llenó de amor. Aureliano lo expresó en versos que no tenían principio ni fin. Los escribía en los ásperos pergaminos que le regalaba Melquíades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todos aparecía Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre”. La cita, además del título, nos ofrece otra palabra que resulta clave para la lectura de la obra: transfigurada. La transfiguración es el estado en el que la forma o el aspecto de algo o alguien se transforma y que, en el contexto de la novela, nos habla de los múltiples lugares o formas en los que Aureliano puede ver a Remedios en medio de su delirio por ella. Valiéndose de esta referencia literaria, la artista nos habla en su pieza de las distintas Rosas que habitan a la Rosa individual a partir de dos elementos: la transformación y la unidad. La transformación se evidencia desde el mismo acto biológico de respirar al que se refiere el título, manifestación orgánica de la vida y con ella, del cambio y la evolución. Esto también puede observarse gracias a las múltiples formas que adquiere la identidad de Navarro en la pieza y que, como si se trataran de los pétalos de una rosa, son diferentes capas que se renuevan constantemente. Tanto las máscaras con el busto de la artista así como las fotografías que rodean la composición y que la muestran a ella en diferentes ángulos y perspectivas, son ejemplos de estas formas. Por su parte, la unidad se deriva de la alteración que hace ella de la cita para el título de la pieza: ya no son varias rosas -flores- las que respiran calladamente sino que es una sola quien lo hace, ella misma como sujeto de su obra. En este sentido la artista reflexiona sobre su identidad manifestando que las múltiples Rosas que existen y se transforman son el todo de un solo individuo.
Ana Claudia Múnera
(1966, Medellín, Colombia)
Múnera es considerada una de las pioneras del videoarte en Colombia, medio que ha explorado en conjunto con otros formatos como la instalación, la escultura y el performance. En el videoarte particularmente, esta artista se ha caracterizado por intervenir diferentes tipos de objetos con pantallas y cámaras de video con el fin de hablar de la memoria y la resignificación de los objetos a partir de su uso. Para ella, el objeto cotidiano o rudimentario tiene una identidad propia que se construye a partir de la forma como la experiencia vital de los sujetos se inscribe en su materialidad. Dentro de este objetivo, Múnera ha recurrido a acciones como el acto de coser superficies (suturar) así como a dispositivos que usa, interviene o combina y que incluyen electrodomésticos (máquinas de coser), objetos de crianza (coches de bebé) y hasta juegos infantiles (balancines y columpios). Una de las estrategias usadas por la artista en sus obras es establecer una observación conjunta entre los sujetos y las obras, forma en la que logra revelar aquellos fenómenos y dinámicas que escapan a nuestros ojos y que ocurren en los lugares dentro de los cuales se insertan los objetos. El uso y localización de estos es entendido por la artista como un ejercicio en el que los individuos pueden reafirmar, en un sentido político, su identidad y existencia propia. En esta misma línea referente a la espacialidad que ocupan las cosas, Múnera presenta sus piezas como umbrales que permiten transitar entre diferentes estados del tiempo y el espacio: lo público y lo privado, la infancia y la vida adulta, el juego y el trabajo, el sueño y la realidad. Con estos umbrales la artista habla, entre otros, de temas como la maternidad, de las implicaciones y roles que tiene ser mujer o niño en un país como Colombia, de las formas de violencia presentes en la ciudad, o del espacio público y la calle, así como de las diferentes formas que tenemos de ocuparla. Múnera misma lo señaló: “Hablar de mi trabajo es hablar de una búsqueda que solo se orienta por el sentimiento, por un acento dado a mi sensibilidad, por algo tan mínimo y cotidiano como un paso, un gesto o un silencio. Es encontrar el umbral que permite llegar al otro lado de lo dado, buscar detrás de lo evidente el hombre presentido. (…) Encontrando el umbral la ciudad no tiene límites, es el territorio del hombre, es el mundo que ha creado con ingenio y con ira, ese mundo que ha poblado de terrores, de amenazas y de sueños”.
Esta obra muestra sobre un coche de bebé una chaza de dulces, nombre con el que se le conoce popularmente a los puestos de venta ambulante de golosinas. Las chazas normalmente son instaladas de forma rudimentaria sobre objetos como estos precisamente porque, al ser ambulantes, requieren de un sistema que permita movilizarlos y ubicarlos fácilmente dentro del espacio público. Aunque se trata de una reinvención y transformación del objeto, esta puede leerse también como una forma en que el coche, al encontrar otras formas de hacerse público, adquiere nuevos significados. En este sentido, si el uso natural del coche es transportar a un bebé, especialmente en el espacio público, su uso artificial es el de movilizar dentro de este mismo espacio una forma de subsistencia: la chaza de dulces. Así, los dulces sueños que reposan en el coche no son solamente los del bebé que alguna vez transportó y durmió en él, sino también los dulces cuya venta representa los sueños que siguen activando el objeto transformado: poder sobrevivir un día más, poder comer, poder dormir, poder tener tranquilidad y certidumbre; en síntesis, poder alcanzar una vida digna. Esta dicotomía entre el uso natural y artificial del objeto lleva a pensar el coche como un umbral entre el espacio doméstico y el espacio público. Si consideramos que el espacio doméstico es el escenario natural de la crianza de un bebé, podría decirse que el coche es una herramienta que actúa como extensión de dicho escenario dentro del espacio público. Dicho de otra manera, el coche de bebé permite que la crianza doméstica transite el territorio de lo público. Sin embargo, cuando el coche muta en la chaza de dulces estos significados no necesariamente se modifican ya que la chaza sigue siendo una extensión de lo doméstico dentro de lo público, con la diferencia de que lo que transita el espacio público a través del coche ya no es la crianza sino la subsistencia. En este sentido, el coche modificado puede entenderse como un objeto que mediante su transformación simboliza el crecimiento y el paso del tiempo propios de la vida misma, lo que en últimas le permite actuar también como un umbral entre la infancia y la vida adulta. La silla que acompaña al coche parece reafirmar estos significados ya que se vuelve la materialización de la espera que implica el tránsito entre dichos umbrales: esperar a que el bebé crezca o a que se venda algún dulce en la calle.
Nirma Zárate
(1936, Bogotá, Colombia – 1999, Bogotá, Colombia)
Nirma Zárate es una de las artistas más reconocidas de la segunda mitad del siglo XX en Colombia. Su trabajo se desarrolló en tres periodos, cada uno caracterizado por el uso de temas, técnicas y estilos particulares. La primera etapa se dio durante los años sesenta y estuvo concentrada en la pintura, época en la que creó obras completamente abstractas en donde primaba el juego con la forma y el color. La artista también exploró en sus pinturas con la nueva figuración, estilo que se popularizó a partir de dicha década y en el que Zárate abordaría temas de la realidad nacional partiendo de un juego entre elementos figurativos y abstractos para la construcción de sus composiciones. La segunda etapa, que comprende principalmente los años setenta, es la más representativa dentro de la producción de la artista gracias a su vinculación con el Taller 4 Rojo. Este fue un colectivo de artistas fundado y desarrollado inicialmente por Nirma Zárate y su pareja, Diego Arango, cuya identidad, líneas de trabajo y composición mutaron constantemente en el tiempo pero que se caracterizó por la producción de una obra gráfica militante políticamente, fenómeno consecuente con el contexto geopolítico de América Latina y el mundo por aquel entonces. Esta obra, alineada con la agenda de los partidos y movimientos de izquierda que surgieron y se popularizaron en el país en estos años, comprendería la producción de carteles, afiches, murales, portadas así como la participación gráfica y editorial en publicaciones periodísticas. En un ejercicio que acompasaba la obra individual y colectiva de sus miembros, Taller 4 Rojo logró consolidarse como uno de los máximos referentes del país dentro de la producción de obra gráfica de orden político durante aquella época. Finalmente, durante la tercera etapa de su carrera, Zárate se apartó del arte político y se volcaría completamente a la experimentación a partir de la elaboración y el tratamiento del papel. La artista empezó con este trabajo luego de incorporarse en 1983 a un taller de papel en Nueva York con el objetivo de producir papeles para sus grabados. Sin embargo, es tal el impacto que tiene en Zárate este proceso que decide dejar de considerar al papel como un medio para convertirlo en un fin, poniendo así la producción de este material en el centro de su actividad artística. La artista desarrollaría papeles a partir de la combinación de diferentes tipos de fibras naturales de desecho provenientes de procesos industriales y artesanales, a los cuales incorporaría posteriormente otros materiales conforme fue avanzando su experimentación con estos.
Por cuenta de su estilo y contenido, esta pieza podría situarse dentro de la segunda fase de la producción artística de Zárate, etapa durante la cual la artista dedicó su trabajo a temas sociales y políticos. Sin embargo, esta pieza es insular dentro de su repertorio ya que no se ajusta completamente a las características de las obras producidas por aquella época. Si la analizamos desde su tema, la pieza hace una representación de una persona que abraza a otra mientras persigue con su mirada un punto por encima de ellos, develando que se encuentran en un lugar sombrío e inferior del que somos partícipes los espectadores gracias a la horizontalidad con la que la artista nos sitúa frente a los protagonistas. En este sentido, si asumimos ese lugar inferior como el de la pobreza, la desigualdad o la represión, éste sería el retrato de alguien que reconoce en el ejercicio de alzar la mirada un acto de rebelión en contra de esta realidad trágica en la que vive. Sin embargo, la pieza no retrata lo anterior desde el estilo literal que caracterizó a las obras de corte político producidas por aquella época, el cual respondía a su carácter propagandístico. Por el contrario, Zárate recurre a una representación dramática -casi teatral- que sugiere que el personaje que alza la mirada reconoce en este acto rebelde su destino, el cual está dispuesto a asumir dignamente a juzgar por el gesto sereno de su rostro. Esta expresión de dignidad se complementa con el abrazo, el cual tiene un lugar central en la composición y que nos habla de la existencia de un sentido de fraternidad y solidaridad entre aquellos que son pares en medio de dichas circunstancias. Así, ante la incapacidad del sujeto que está de espaldas para alzar la mirada, aquel que sí puede hacerlo le ofrece al otro un lugar de refugio y protección por medio de su abrazo. En cuanto al estilo, puede decirse que los personajes de esta obra son similares a los de series como El algodón, producida en 1980, en la que los sujetos fueron retratados con un aura altiva, combativa y victoriosa, forma de dotarlos de dignidad a ellos y a sus luchas. En donde se encuentran mayores contradicciones frente a la posible época de producción de la obra es en la parte formal teniendo en cuenta que la pieza es un dibujo elaborado en pastel graso sobre papel. Esto resulta extraño ya que, en dicha etapa, el uso del dibujo se encontraba relegado a la bocetación de la obra gráfica, carteles y murales que Zárate se encontraba produciendo tanto individualmente como en compañía de sus compañeros del Taller 4 Rojo. Por todo lo anterior, y gracias a sus características particulares, esta pieza constituye un valioso ejemplo de la versatilidad que lograría Zárate en cuanto a temas, técnicas y estilos a lo largo de su trayectoria artística.
Valiéndose de los diferentes elementos que incorpora en la construcción de esta serie de obras, que empieza en la producción misma del papel, Zárate pretende hacer un homenaje a la historia de la naturaleza. Para ello, crea una especie de arqueología natural en la que recrea las fuerzas, formas o colores que sirven como vestigio natural de los distintos procesos que allí confluyen. En estas obras es importante el trabajo hecho por Zárate para colorear los papeles, proceso al que se referiría de la siguiente manera: “la forma como yo utilizo el papel es antes de que sea papel, es cuando es pulpa, yo cuando coloreo mis obras (…) [lo hago] en materia húmeda, y ese es el gran descubrimiento del artista, poder usar el papel no cuando ya se consolidó, cuando ya está seco sobre [el material], porque eso lo ha hecho el hombre por milenios, sino usar la materia prima cuando todavía no se ha solidificado (…) esos efectos no se logran jamás aplicando el color encima, sino aplicando el color entre”. En esta pieza, Zárate parece referirse al papel como manifestación del valor y lenguaje universal de la naturaleza ya que su proceso de producción, así como su uso y circulación permiten conectar distintas partes del mundo. En este caso, Zárate conecta a Japón y a Colombia a través de los procesos pasados y presentes de su producción: la antigüedad representada por Japón, país que ocupa un destacado lugar dentro del desarrollo de dicho material y presente gracias al papel de kozo que se encuentra incorporado en la pieza, uno de los más antiguos y populares de los elaborados en dicho país. El momento presente está representado por Colombia, no solo por ser el lugar de producción del papel de la pieza sino también por medio de la planta que da lugar al título de la obra: el Chusque, especie endémica de la zona andina. Esta permite además una conexión adicional con Japón si se tiene en cuenta que pertenece a la familia de los bambús -es conocida popularmente como bambú andino-, una de las plantas más insignes y populares del país asiático.
La compleja situación social y política que vivía Colombia a finales de los años sesenta fue propicia para la popularización de la obra gráfica durante la década siguiente ya que esta, gracias a las características de su producción así como las alternativas que ofrecía, permitió la difusión práctica y masiva de piezas comunicativas que denunciaban y visibilizaban situaciones de interés público. Así, antes de establecerse formalmente como colectivo, los futuros miembros del Taller 4 Rojo -entre los que se encontraba Nirma Zárate- trabajaron de forma independiente en la producción de obra gráfica en torno a estos temas. Precisamente la identificación de un conjunto de intereses y estilos comunes en esta obra individual es lo que serviría de germen para que posteriormente decidieran trabajar de forma conjunta. En medio de este escenario Zárate produce este grabado sin título, elaborado en 1971, el cual se enmarca dentro de un conjunto de obras producidas por la artista en torno a la niñez tales como las series Testimonios o ¿Y los niños qué? Su interés por este tema surge gracias a la prensa ya que, mediante el cubrimiento que esta hacía de diferentes coyunturas y sucesos aislados, se pudo empezar a destapar la compleja situación de pobreza, abandono, marginalización y desigualdad en la que vivían muchos niños y niñas por aquella época. En Niña muere por inanición, Zárate abordaría el hambre como una de las grandes necesidades sin resolver de dicha población partiendo de un relato gráfico de noticias dramáticas sobre el tema. Para ello retomó varios titulares y notas de prensa que le permitieron señalar la recurrencia y la dimensión de dicha problemática: ‘Una niña muere por inanición’, ‘Niña se come dedo meñique por hambre’, ‘77% de colombianos está mal nutrido’ o ‘100 niños mueren diariamente por desnutrición’. Los textos vienen acompañados de la imagen de una menor que tiene los dedos en la boca, haciendo alusión a uno de los titulares, así como de un cortejo fúnebre que es presidido por seis niños. La estrategia comunicativa de la obra es simple y contundente: por un lado, al unificar estas notas de prensa, Zárate denuncia que la problemática no es un compendio de hechos aislados sino un asunto estructural que pasa indiferente ante los ojos de la sociedad. Por el otro, al mostrar la crudeza de lo sucedido, interpela la emocionalidad del espectador con el fin de que este sienta rechazo por este tipo de noticias y movilice su consciencia social y política en torno a ellas.
Al igual que los demás trabajos pertenecientes a la última etapa de producción artística de Zárate, Sellos heredados es una exploración material guiada conceptualmente por la naturaleza. En estos, la artista buscó encapsular las manifestaciones individuales -el ADN- de los seres y las fuerzas que permanecen en los objetos y cuya existencia circula a través del tiempo y el espacio en la naturaleza. En esta obra en particular se observa un sistema de hilos blancos y en la mitad de ellos una línea de hilos rojos que se encuentra fijada al papel a través de una pieza que emula un sello de lacre. Pese a que los sellos del título se refieren a dichos objetos, con los cuales se han marcado y cerrado documentos desde la antigüedad, la palabra heredados parece aludir, aunque no hay certeza de esta referencia, a los utilizados por los monarcas desde hace siglos para legitimar su condición de soberanos. Si bien normalmente cada monarca ha tenido sus propios sellos y, por lo tanto, no son heredados per se, dentro de la poética de estos objetos podría hablarse de que simbolizan la continuidad de un linaje y una institución, más allá de la persona. Algunos de los más famosos son los sellos imperiales chinos, dato que parecería irrelevante de no ser porque China es el lugar de nacimiento del papel, lo que reafirma, dada la importancia de ese material dentro de estas obras, la posible referencia de Zárate a un elemento simbólico de dicha cultura. Por su parte, los hilos parecen representar la reproducción en las plantas o en los hongos ya que podrían aludir a unas raíces o un micelio y con ellos, al linaje mismo de la naturaleza que se transmite constante e inadvertidamente ante nuestros ojos. Si leemos la pieza a partir de estas referencias, podría deducirse la presencia de dos sellos heredados dentro de la obra. Uno serían las raíces o el micelio, medios que sostienen la vida en la naturaleza y que legitiman su capacidad para transmitir un linaje. El otro sería el papel, material resultante de la transformación de objetos naturales y que nos es entregado a los espectadores como una carta sellada desde el pasado. Así, este resulta ser poéticamente un medio legitimador del lugar de la especie humana en la historia en tanto le permite registrar -y por qué no, heredar- su expresión, memoria y conocimiento a partir de lo que allí plasma.