El corazón de Los Andes
Antonio Bermúdez, Francy Jiménez y Leonel Castañeda
Inauguración: Sábado 29 de abril de 2017
Cierre: 1 de julio de 2017.
La muestra esta compuesta por tres proyectos individuales que hacen parte del ciclo de exposiciones titulado «El corazón de los Andes».
Los Andes, como la cadena montañosa más larga de la tierra, es el punto de encuentro de las placas tectónicas de Nazca y Suramérica, y aun más, la columna vertebral del mundo.
Esta primera parte del ciclo es una tentativa que busca recorrer, desde las propuestas de distintos artistas —que vienen del contexto andino —lo que significa ser de un lugar unido y al mismo tiempo aislado por su topografía.
Los artistas para inaugurar el ciclo son Francy Jiménez, Antonio Bermúdez y Leonel Castañeda. El proyecto de Jiménez, curado por Nathali Buenaventura, es Historia del [fin] de la guerra que parte de un múltiple esfuerzo por reconocer los Montes de María como territorio creando nuevas imágenes o archivos que se enuncian desde la subjetividad. Antonio Bermúdez presenta De vuelta al centro del mundo, curada por Halim Badawi, en la que se acerca a la imagen arquetípica del Chimborazo para reconstruirla y retarla desde diferentes contextos culturales desde distintas tecnologías y miradas contemporáneas. De la mano del historiador Carlos Rojas Cocoma, Leonel Castañeda presenta el proyecto Quæ Inventa anatómica, donde el territorio se convierte en metáfora del cuerpo.
Descargue nuestra guía de estudio aquí…

Devuelta al centro del mundo
Antonio Bermúdez
Humboldt viajó por América Latina entre 1799 y 1804, acompañado por el francés Aimé Bonpland (1773-1858) y, desde 1802, también por el ecuatoriano Carlos de Montúfar (1780-1816). Durante su travesía, Humboldt visitó los actuales territorios de Cuba, Venezuela, Colombia, Ecuador y México, y a través de sus textos y dibujos mostró a la sociedad europea las condiciones naturales y sociales del Nuevo Mundo. Su obra sería transformada en libros, revistas, pinturas y grabados que capturarían la imaginación de un gran número de viajeros de los siglos XIX y XX, quienes cruzarían el Atlántico siguiendo los pasos del prusiano, atraídos por sus imágenes exóticas, para hacer parte de comisiones científicas o por recomendación directa suya. Humboldt no sólo ampliaría las fronteras de la ciencia americana, también mostraría en Europa las imágenes de un territorio susceptible de ser explotado y modernizado.
A su regreso a Europa, los diarios y bocetos de Humboldt se convertirían en el repertorio visual predominante sobre América, en el canon para una gran parte de las representaciones posteriores del continente (naturales, humanas, geográficas), generando a su paso una suerte de teléfono roto de las imágenes, reproducidas por otros con apropiaciones y variaciones singulares, las que dependían normalmente de las formaciones y trayectorias particulares de cada artista, y que podían eventualmente responder a prejuicios sobre “lo americano” instalados en la sociedad europea desde tiempos coloniales. Siguiendo los pasos de Humboldt viajaron a América, desde fechas muy tempranas, los científicos y artistas Auguste Le Moyne (1800-Ca.1880), François Désiré Roulin (1796-1874), Joseph Brown (1802-1874), Jean-Baptiste Boussingault (1801-1887) o Johann Moritz Rugendas (1802-1858).
Dentro de los seguidores de Humboldt podemos distinguir cinco constelaciones: (i) los artistas que transformaron las narraciones y bocetos del prusiano en ilustraciones para sus publicaciones, (ii) los europeos que viajaron por recomendación directa suya, (iii) los viajeros que no conocieron personalmente a Humboldt pero se vieron influidos por sus publicaciones, (iv) los artistas nacidos en América que encontraron en Humboldt una fuente iconográfica perdurable y (v) los artistas del siglo XX que, de forma tardía, encontraron en Humboldt una fuente de inspiración para sus obras.
En el siglo XIX, un artista seguidor de Humboldt o de “Escuela Humboldtiana”, podía ser aquel que representaba un territorio desconocido, América Latina, a partir de los imaginarios iconográficos que, sobre este territorio, había construido el círculo de artistas y científicos cercano a Humboldt, un imaginario que durante la segunda mitad del XIX podía ser rescatado sin siquiera atravesar el Atlántico o hacer presencia física en el Nuevo Mundo. Esta situación llevaría a que cada representación de América realizada en Europa, a pesar de tener en Humboldt su raíz genealógica, tuviera (entre una y otra) innumerables variaciones. Por ejemplo, en representaciones pictóricas de los volcanes del Ecuador como el Chimborazo o el Cotopaxi (representaciones que comúnmente se basan en el famoso Atlas de las Cordilleras de Humboldt) aparecen magueyes que recuerdan a México. Las montañas ecuatoriales, que en realidad cuentan con picos que ascienden suavemente a lo largo del horizonte, en las representaciones humboldtianas podrían volverse más empinadas o abruptas, a la manera de las grandes montañas suizas (valga anotar que, muchos pintores europeos, al no haber pisado América, tenían como referencia el universo topográfico de sus países, que románticamente traspondrían sobre la naturaleza americana). Por otro lado, casi todos los paisajes humboldtianos tienen como atributo dos o tres palmeras en primer plano, a un lado de la composición, enmarcando el paisaje, cosa que vemos en las pinturas del barón Gros o de Frederic Edwin Church: la palmera era el atributo principal del trópico, el elemento que permitiría inferir al espectador que la pintura, el dibujo o el grabado aludía al Nuevo Mundo, indistintamente de si se trataba de un paisaje andino, en donde habitualmente no encontramos palmeras.
Las personas que aparecían en estos paisajes comúnmente respondían al estereotipo humboldtiano (y también panchofierrista) de los tipos y costumbres latinoamericanos: campesinos o indígenas en situaciones pintorescas; trabajadores en misiones inverosímiles; animales del Nuevo Mundo como jaguares, alpacas o aves exóticas; costumbres extrañas como rituales de enterramiento o reyertas callejeras; o personajes con vestidos tradicionales y coloridos que dieran cuenta de su propia exoticidad. Este es el universo de sentido que rescata el artista bogotano Antonio Bermúdez a través de sus imágenes e instalaciones. Bermúdez, sin pretensiones de historiador, construye una taxonomía de las variaciones humboldtianas sobre el paisaje americano. Para hacerlo se vale del trabajo de archivo, mediante la consecución obsesiva de láminas de un grabado de principios del siglo XIX, de una vista del Chimborazo, rastreando las variaciones, los estereotipos, los imaginarios, las percepciones, la exotización y las construcciones políticas de esa suerte de collage pictórico que fue la representación americanista del siglo XIX.
Este universo de sentido que ha perdurado largamente hasta nosotros (y que ha ayudado a construir las relaciones de poder entre las naciones y las personas), habrá que analizarlo; habrá que entender sus imágenes, cómo estas se construyeron, ensamblaron y divulgaron; habrá que empezar a deconstruir el universo de formas imaginarias que no sólo habita en esos viejos grabados (sino también dentro de nosotros): un universo que puebla nuestra mente y configura los sentidos; habrá que desmantelar ese intrincado collage que nos construye y nos explica.
Texto de Halim Badawi.








Historia del [fin] de la guerra
Francy Jiménez
¿Por qué un paisaje se convertiría en una imagen de guerra? Las imágenes de paisajes no hieren a nadie. Sosegadas y jubilosas, parecen enseñar el modo más inofensivo de la representación. No se trata de hacer una postal de guerra con imágenes bonitas; el estatuto de imagen de guerra ocurre en un quebranto, o iconoclasia del ojo de quien hace la imagen. Imagen no será aquí el acto de reportería y crónica; imagen será el conjunto de actos, que llevan a quien hace la imagen a fracturar su propio engaño frente a lo que ve. Iconoclasia (rompedura de imágenes) es un movimiento de la conciencia. Se pulveriza la imagen interior para encontrar una segunda imagen, portadora de ese conjunto de tormentos, furias, contrasentidos y atrocidades que llamamos “guerra”. Setrata en este caso de los ojos de quien, viendo las mismas tierras durante años y tocando el suelo dulcineo del manto fértil de la tierra, encuentra que su primavera cálida y abundante es un telón de croma . El verde de la tierra de los Montes de María es el adorno del cabello de una niña que no sabe que es una delfina de la guerra. “Había ensuciado mis zapatos con barro, y tuve que bajar del carro (…) Mi padre, el militar con mal humor, me reclamaría por mi incompetencia que atrasaría la expedición.
Después de los retrasos, decidí recoger piedras en el camino. Solo piedras de ese camino. Él no sabía el boicot o la conspiración que acarreaba este viaje, pero se lo sospechaba. Sin embargo, no tuvo otra opción que callar, seguir manejando y continuar. Yo era la piedra en el zapato, la piedra en su camino” . Conspiración es en este ámbito, proceso creativo. Boicot es a su vez, quebranto/rompedura de imágenes y Paisaje, imagen de guerra.
¿Quién puede ver un paisaje de guerra, quién es el espectador? Las imágenes no nacen espontáneamente, se resisten a ser vistas. ¿Quién puede ver? El conflicto es que el espectador tampoco nace espontáneamente; ha de buscar su propio quebranto, su iconoclasia interna. No sólo hay un croma entre el artista y su imagen; también lo hay entre el espectador y la obra. ¿Quién es el espectador de La historia del (fin) de la guerra?
1 m. Tratamiento de la imagen en movimiento que implica la extracción de un color (usualmente el verde) que se usa como máscara para superponer en ella una imagen o video.
2 Jiménez, Francy. “El Arte del Fin de la Guerra». Tesis de pregrado, Universidad Javeriana Bogotá. Colombia. Facultad de Arte, 2016.
Texto de Nathali Buenaventura Granados.










Quæ Inventa Anatómica
Leonel Castañeda Galeano
El problema del tiempo es la forma en que puede ser interpretado. Antes que un asunto de medición, el tiempo es una cuestión de percepción y afectos, depende del devenir en el cual se suspenden sus huellas. El tiempo pasado pertenece a la muerte, se acaba; sin embargo, las ruinas permanecen, pertenecen al devenir y como tal reaccionan ante los diferentes encuentros en los que se tropiecen. Maniquíes, revistas de medicina, enciclopedias, guantes quirúrgicos, son mercancías cuyos símbolos emergen en el instante en que comienza su extinción. Antes de ello son tan solo un despojo. Reconocer en el objeto “inerte” una cualidad simbólica es la labor de recolector o anticuario; no en vano, el padre de la historia del arte moderna, Joachim Winckelmann, fue también un asiduo coleccionista de trozos.
Cuando un objeto ha perdido su función original, antes de su extinción en un depósito, un incinerador o un basurero, adquiere un nuevo símbolo, la de una mirada que nunca volverá a ser igual. De esas ruinas se compone la obra de Leonel Castañeda.
Quæ inventa condensa parte del devenir de la debris del universo visual del artista. Los recorridos urbanos en los que el artista ha perseguido objetos y utensilios, al igual que el ilimitado compendio de imágenes que ha acumulado por décadas, se convierten en sus dedos en vestigios de un rompecabezas del cual es posible expresar sus propias inquietudes. Los objetos e imágenes que pasan desapercibidos tras un mostrador o un mercado callejero, las imágenes de revistas caducas que pasan por basura, reciben una nueva apreciación, adquieren una musicalidad, adoptan un código simbólico casi religioso del que Leonel crea sus propias mitologías. Sus obras son relatos que registran los pasos de sus propias obsesiones: la muerte, la sexualidad, las imágenes del arte, y como telón de fondo reiteradamente el cuerpo humano.
Todo en la obra de Leonel es simultáneamente original y copia, la reproducción fotográfica de una revista o un tomo de un libro adquiere un carácter de unicidad, de composición pictórica. A través del collage o el ensamblaje – o intervenciones, como las denomina él -, emerge un sistema visual que identifica en el objeto y la imagen el fósil auténtico del cuerpo humano. Los encuentros de imágenes y objetos no son aleatorios, a menos que el azar cumpla un propósito lógico: el estremecedor contacto de la idea del cuerpo con su pueril y física realidad.
En la retórica medieval, la inventio consistía en la solución de un argumento a partir de los diferentes recursos disponibles. Quæ inventa es la creación emergente de la imagen ya dada, reminiscencia a su vez de lo ya visto (déjà-vu). Un vientre que se expande con el aire o se abre en una herida, un altar que es al mismo tiempo composición y descomposición, la imagen de la venus convertida en carne y al mismo tiempo sobreviviente de su belleza. La muestra no ofrece una explicación sino abre una nueva herida, aquella que, despojada de vergüenza, inquieta sobre lo que es o puede llegar a ser un cuerpo.
Texto de Carlos Rojas Cocoma.




