El poder de la palabra
Santiago Montoya
En esta oportunidad Montoya se concentra en un misterio tan actual como antiguo del valor en nuestra cultura: el de las palabras.
Tras los objetos, las palabras enuncian también sus cultos y sus sacralizaciones, espirituales o paganas, religiosas o civiles; y Montoya interroga su agencia sobre la realidad: experimenta con su poder consagratorio y propagandístico, con su carácter sagaz, lúcido y banal.
Y aquí hay muchos tipos de palabras y efectos en el valor que imponen sobre nuestro mundo:
> Hay promesas secretas depositadas en papelitos que pueden incinerarse y soplarse, como si sus cenizas fueran polvo de oro, sobre un cuerpo que se sumerge en una laguna.
> Hay palabras con que se describe la realidad, poderosísimas cuando trasladan la atención del ojo experto al hablar, por ejemplo, sobre la veta de una piedra preciosa.
> Hay palabras que saldan el precio de una esmeralda, trasladada por kilómetros y sin otras aseguranzas, de la callosa mano de un minero a la del vendedor que la exhibe bajo las luces de su tienda.
> Hay palabras en las marcas de lujo que la globalización expande por el mundo hasta grabarlas, incluso, en las camisetas de los mineros.
> Y las hay en los rótulos que alguna vez inscribieron en mapas antiguos el reconocimiento de naciones ancestrales. Nos hablan, entonces, «Guayana» y «Orinoco» en el mapa que espoleó allí, tras la provincia del Dorado, la búsqueda de oro: Uyana (Guayana), de la lengua guarauna, denominó la ignota y deseada provincia, donde expandió el sentido de su inaccesibilidad, pues significa «el lugar donde no se rema, donde no hay curiara». Wirinoko (Orinoco), también del guarauno, merodea en cambio a través de Guayana en sentido contrario: wiri: «donde remamos» y noko: «lugar»: «allí donde se rema». Montoya las ha cubierto con el sello «Delete». Del latín, «deleo, delere», cuando, más que «borrar», significó «destruir», «aniquilar».
> Hay palabras que, como ocurre con las de los mapas, también pueden anularse con un borrador de nata, ese otro descendiente del caucho, y al final, suprimirse también de sus ecosistemas y territorios. Es lo que ha ocurrido aquí con los topónimos nativos de las cuencas del Orinoco y el Amazonas inscritos en el enorme mapa de Suramérica que en 1810 grabó el cartógrafo Aaron Arrowsmith: las naciones de mariquitares, poyas, bores, bororos, se han reinscrito y borrado sobre nuevo papel. Transformadas en virutitas de goma, esas voces que alguna vez habitaron la cartografía ahora son una leve pirámide, erigida sobre obsidiana, ese otro material sagrado de los ancestros americanos que nos recuerda formas nativas de la comunicación con lo divino.
El cuerpo en donde las palabras resuenan, vibran, cobran la belleza de sus trazos, que es el nuestro, se inclina aquí ante los múltiples sentidos de los títulos de la sobras, atraviesa cortinas de látex donde se han inscrito los horrores más crueles de la explotación, sigue la ruta de ríos de chocolate grabados en monedas de mármol blanco o lee los nombres nativos del territorio desplazados a su inscripción sobre el carbón.
Todas estas palabras -signos inscritos, sonidos conjugados- contrapuntean la voz del cero: esa cifra que suma y resta, que alumbra y aniquila. Nuestros cuerpos exploran, así, obras persiguen ese vacío, el del cero, el de la sortija del valor, que llena nuestras vidas de cosas, las despoja al tiempo que las colma, y juega con sus sentidos en virtud del poder de la enunciación y sus encarnaciones.
Texto curatorial María José Montoya.
Curaduría José Falconi.


